No parecen gran cosa los adverbios. Se estudian al final, como de pasada, al lado de las preposiciones y las conjunciones, formando parte de la etiqueta de palabras invariables.

A lo mejor por eso no nos parecen importantes. No cambian, enseñamos a nuestros alumnos. No indican nunca plural o femenino, y modifican al verbo, a la oración entera, o a otro adverbio.

Y nos quedamos tan tranquilos, ajenos al poder de unas palabras que sin cambiar pueden convertir un hecho en su contrario, así, tan simplemente. Sí y no, tampoco y también.

Nunca, siempre, jamás. Bien, mal; pero no queremos darnos cuenta. Nos limitamos a clasificarlos, a colocar cada uno en su cajetilla correspondiente: tiempo, lugar, modo... y nos dejamos engatusar por adjetivos mentirosos, verbos cicateros y sustantivos que apenas tienen sustancia, tan usados como esos caramelos que se pegan a los dientes y son imposibles de tragar.

Los adverbios son otra cosa. Ahora que ya sé lo que roba la muerte me importa mucho el aire de esta noche, mitogénico, vivo, generoso, escribe A. Luque, y ese ahora cuenta mucho más que el verso restante.

Y no dejemos atrás ese mucho que golpea al verbo y lo despierta, lo zarandea y le hace vivir al lado de un ya tan pequeño que apenas puede contener todo el dolor que muestra.

Son importantes los adverbios, sí. Modifican lo variable, nos sitúan en el tiempo, nos recuerdan que la vida es un aquí y un ahora, y que basta un sufijo en mente para cambiar la manera de hacer y ver las cosas.

Y consuelan, y explican, sobre todo en años negros.

Los sentidos nos engañan, pero lo invariable no.

No se nos mueren más personas, se nos mueren más cerca. Y este adverbio de lugar golpea en el sitio justo, en todo aquello que nos roba la muerte, aunque también en lo que nos queda por delante, en esta noche oscura, pero de aire mitogénico, vivo y generoso.