WLw a cumbre de la Unión Europea en Bruselas, la última antes del ingreso de Bulgaria y Rumanía el 1 de enero próximo, abordó dos cuestiones que afectan directamente a la Europa-fortaleza, la idea con frecuencia criticada de proteger con barreras de distinto tipo el espacio comunitario de libertad y prosperidad.

La primera cuestión concierne a la inmigración, un problema respecto del cual España, como frontera sur de la Unión y zona europea más cercana de Africa, el continente que interminablemente arroja emigrantes en un drama sin fin, se halla en primera línea junto con Italia y algunos países de Europa oriental.

Por primera vez, y pese a la resistencia de los países que, por no sufrirlo en sus carnes la consideran un asunto de soberanía, la Unión Europea incluye entre sus preocupaciones la política migratoria. Se trata de un avance importante, porque es el primer paso para que algún día llegue a ser competencia comunitaria, quizá como una rama primordial de la política exterior. España logra, por tanto, el tratamiento global de la migración --no solo como problema policial o de seguridad-- y recibirá fondos para las patrullas que interceptan las embarcaciones con aspirantes a entrar en Eldorado. La anunciada cumbre de Lisboa para reforzar la cooperación con Africa no evitará que la inmigración siga pesando sobre la política interior española.

La segunda cuestión tratada en la pasada cumbre es que la Unión Europea cierra la puerta a la admisión de nuevos miembros. Esa es la verdad, aunque para expresarla se haya empeñado en emplear términos ambiguos con el fin de no herir susceptibilidades. No obstante, más que de un portazo a los países que aspiran a integrarse en la Unión, se trata de una clausura temporal del festival ampliatorio, a la espera de que se mitiguen las divergencias, mejore el clima diplomático y, sobre todo, sea factible un acuerdo sobre la reforma de las instituciones que está paralizada desde el rechazo de la Constitución por Francia y Holanda.

El parón afecta no sólo a Turquía, que efectivamente no cumple los requisitos mínimos, sino también a los estados surgidos de la catástrofe yugoslava. La situación sería más comprensible si la inmigración no estuviera inextricablemente relacionada con las exigencias de una economía desarrollada y una demografía declinante, como el rechazo de nuevos miembros resultaría impecable si los aspirantes no cumplen los criterios de Copenhague. Ahora bien, la suspensión parcial de la negociación con Ankara indica que el frenazo es un pretexto para encubrir las divergencias sobre Turquía y el dilema que separa a los promotores de la unión política (Francia, Alemania, el Benelux) de los que aspiran a mantener el proyecto como una amplia zona de libre cambio (Gran Bretaña y los nórdicos). España e Italia, entre otros, desean algo problemático: más miembros y más cohesión. Mientras no resuelva sus contradicciones internas, la UE no avanzará en la reforma institucional ni en su proyección exterior para dejar de ser solo una noción geográfica.