XAx nada que se reflexione un poco, se advertirá que el hecho de que los príncipes de Asturias hayan tenido descendencia apenas tiene incidencia en la fórmula de gobierno bajo la que hemos organizado la convivencia desde la recuperación de la democracia. En consecuencia, es un hecho que no nos afecta ni individual ni colectivamente.

La continuidad de la monarquía parlamentaria como forma política del Estado español, por utilizar los términos del artículo 1.3 de la Constitución, no dependía del nacimiento del hijo de don Felipe y doña Letizia . La continuidad de esta forma política estaba constitucionalmente garantizada frente a la contingencia de que el heredero de la Corona no tuviera descendencia. "La Corona de España --dice el artículo 57 de la Constitución-- es hereditaria en los sucesores de su majestad don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica".

El núcleo esencial de la forma monárquica de gobierno, la pervivencia de la Corona, expresión con la que la Constitución hace referencia a la institución monárquica en su aspecto permanente e impersonal más allá de la persona que la encarne, no ha estado en cuestión en ningún momento. No ha habido, por tanto, no ya dramatismo sino ni siquiera intranquilidad en la sociedad española en este sentido.

La pregunta se impone: ¿por qué hemos estado viviendo y seguimos viviendo con tanto interés el nacimiento del hijo de los príncipes de Asturias y hemos estado especulando tanto sobre si sería niño o niña?;

¿por qué, entonces, le estamos dando el tratamiento de un acontecimiento político de primer orden a lo que objetivamente no lo es?

Para dar respuesta a estos interrogantes hay que entender lo que ha sido el proceso de normalización democrática de la monarquía en estos últimos decenios. Sé que escribir normalización democrática de la monarquía es una barbaridad, pero lo mantengo. La compatibilidad de la monarquía con la democracia era una incógnita no fácil de despejar en el momento en que se produce la muerte del general Franco y se inicia la transición. Ha sido la conducta de don Juan Carlos y doña Sofía y, en menor medida, las de los demás miembros de la Casa del Rey, la que ha conducido a que la monarquía se inserte con normalidad en el juego de las instituciones constitucionales a través de las cuales únicamente se toman las decisiones políticas y se crean las normas jurídicas en nuestro sistema político. Esto no había ocurrido nunca en nuestra historia constitucional monárquica anterior. Pero una consecuencia inmediata de la normalización democrática de la monarquía es la pérdida de relevancia del Monarca en la vida política. El principio de legitimación democrática es incompatible con cualquier otro, no admite la existencia de competidores. Haberlo entendido así desde el principio de su reinado ha sido la gran contribución de don Juan Carlos a la recuperación de la democracia primero y al asentamiento de la misma después.

Don Juan Carlos ha sido muy relevante en este proceso, porque, por el momento histórico en que accedió a la jefatura del Estado, tuvo que ser el protagonista de la compatibilidad de la monarquía con la democracia. Pero lo fue mucho más en los momentos de inicial puesta en marcha del Estado democrático de lo que es en la actualidad. Don Felipe, con seguridad, lo será mucho menos. Y el sucesor de don Felipe todavía menos. La pérdida progresiva de relevancia del monarca es la condición sine qua non de la pervivencia de la monarquía como forma política del Estado español. Cualquier otra evolución conduciría inevitablemente a su desaparición.

El interés que estamos proyectando sobre el nacimiento del hijo de los príncipes de Asturias tiene mucho de anacrónico. Estamos proyectando sobre un acontecimiento futuro una visión del pasado. En nuestra historia constitucional el nacimiento del heredero del trono ha sido una cuestión decisiva, en torno a la cual giraba la vida política del país. Eso dejó de ser así con la Constitución de 1978. El hecho sucesorio, afortunadamente, ha dejado de tener relevancia política en España.

Eso supone, desde una perspectiva constitucional, un progreso de valor incalculable. Todos los ciclos de nuestra historia constitucional han empezado con una crisis de legitimidad de la institución monárquica. En 1808 fue la abdicación de Carlos IV en la familia Bonaparte. En 1833, la muerte de Fernando VII sin descendiente varón. En 1868, la expulsión de Isabel II . En 1931, la de Alfonso XIII . En 1975 también nos encontrábamos ante una crisis de legitimidad, de cuya solución dependía que la transición pudiera culminar con éxito o no. Buena parte del pacto constituyente consistió en constitucionalizar formalmente una monarquía y materialmente una forma republicana de gobierno. Pacto que exigía un comportamiento leal tanto por las autoridades democráticamente elegidas como por los miembros de la Casa del Rey. Pacto que se ha cumplido escrupulosamente por ambos. El resultado final sólo podía ser el de la progresiva afirmación del poder democráticamente constituido y la correlativa pérdida de relevancia de la magistratura hereditaria, en lo que estamos instalados en este momento.

Quiero decir con ello que el hijo de los príncipes de Asturias viene al mundo en circunstancias completamente distintas de aquellas en las que vinieron todos los herederos de la Corona, incluido su propio padre. Cuando nació don Felipe aún tenía que ser resuelta la crisis de legitimidad de la monarquía que se interponía en el proceso de recuperación de la democracia. El descendiente varón, a la luz de lo que había sido nuestra historia, era relevante políticamente. Tanto, que en la Constitución se mantuvo la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión de la Corona. Tan comprensible era dicha preferencia en aquel momento como incomprensible resulta hoy. Es otro indicador de lo que hemos avanzado en la normalización de la democracia y en la compatibilidad de ésta con la monarquía.

El hecho sucesorio que tan relevante fue en el constitucionalismo monárquico del pasado ha dejado de serlo en el de hoy. Es algo por lo que tenemos que felicitarnos todos y por lo que felicitar a los padres y abuelos del recién nacido, que han sido protagonistas decisivos en el proceso de normalización democrática de la monarquía y en la consiguiente desdramatización de la sucesión en la Corona.

*Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla