La inflación española ya está al nivel europeo. El dato del Indice de Precios al Consumo (IPC) del mes de enero lo corrobora: el 2,4%, a escasas décimas de la media de la Europa de los Quince (2,1%, igual en el caso de Extremadura). Es un logro destacable, porque desde hace años se advertía de que el crecimiento de la economía española arrastraba el lastre de hacerlo con índices de inflación tan distantes de la media de sus países competidores --Francia, Alemania, Italia-- que estábamos instalados en lo comido por lo servido: crecer más, pero con el sobrecoste de perder productividad y exportaciones, devorado por el consumismo interior. Esta tesis, reiterada desde hace años, ha de revisarse en profundidad. España sigue creciendo, en términos de PIB, a una velocidad muy superior a la media europea, y pese a ello, los precios al consumo ya no se resienten. La segunda revisión, de orden interno, ha de ser sobre los sectores más inflacionistas. Que en enero baje el IPC porque ha habido rebajas de ropa y calzado --faltaría más, tras un otoño sin frío--, o porque el combustible no solo ha bajado en los mercados internacionales sino que se ha consumido menos, es una explicación adecuada. El clima benigno también acompaña a una moderación de los precios de los productos frescos, poco castigados por las heladas. Pero que la inflación subyacente haya remontado hasta el 2,7%, debería moderar a los optimistas excesivos. Entre otros indicios, porque también en enero han empezado a ponderar en el cálculo del IPC nuevos productos alimenticios y servicios del bienestar, desde compuestos dietéticos hasta fisioterapia y homeopatía. Son los nuevos gastos que difícilmente harán bajar los precios.