El mundo es un libro troquelado. Ahora lo ves, ahora no lo ves. La página del día representa paisajes inocentes, pero ay de ti si tiras de la pestaña de papel. Entonces, pueden levantarse castillos inexpugnables, feroces guerreros y monstruos de ojos amarillos que no te dejarán dormir en mucho tiempo.

Las imágenes parecen inofensivas, pero no lo son. Si tocas con el dedo, se moverá el cartón y aparecerá lo nunca visto. El libro muestra la plaza de cualquier pueblo de España, un sábado de agosto, por ejemplo. En la verbena se habla español, y francés, vasco o alemán. Son los nietos de los emigrantes que han vuelto para ver a sus abuelos. Tiras de la pestaña. Detrás de la plaza embarcaciones precarias aguardan para llegar a nuestras costas, cargadas de una esperanza teñida de mansedumbre.

Tras la balsa hinchable en la que juegan nuestros hijos se esconde el dibujo de otra balsa en la que navegan familias enteras. Tris tras, ni lo ves ni lo verás. En la valla de la frontera se producen asaltos a diario, y la policía marroquí ha quemado el campamento en que los desesperados dejaban pasar los días a la espera de una oportunidad que no llegaba nunca.

Mientras en la verbena los mayores recuerdan el frío de Suiza y las nevadas alemanas, los subsaharianos son devueltos en caliente. Emigrantes que vuelven, emigrantes que no dejamos entrar. Casi mejor pasar página, buscar otra historia, pero siempre es la misma. La cara y la cruz. La guerra y la paz. El primer mundo, el tercer mundo. Debajo de nuestras fronteras, el dibujo escondido muestra otras. Solo los imbéciles creen que cerrando el libro se puede estar a salvo.