Las presiones arrecian sobre China para que detenga la represión en el Tíbet y negocie con el dalái lama, pero existen pocas esperanzas de que se alcancen resultados tangibles con la campaña de protestas que se avecina mientras la antorcha olímpica recorre su camino hacia Pekín. El COI, en nombre de un apoliticismo emparentado con el cinismo, no ha hecho nada por defender sus valores, ni las grandes potencias se han planteado, salvo retóricamente, la posibilidad de boicotear los Juegos, y se han limitado a demandar prudencia y retención a un poder político que por su propia naturaleza --dictatorial y nacionalista hasta la xenofobia-- es poco sensible a las recriminaciones sobre la falta de libertades. Pekín no concibe la menor concesión en el Tíbet y recurre a los siniestros expedientes de cerrar las fronteras, echar la culpa a la prensa internacional o denunciar la supuesta conspiración montada por el dalái lama y sus consejeros, mientras ofrece la estabilidad necesaria para la buena marcha de los negocios. Quizá la discreción diplomática hubiera sido un arma mucho más eficaz que la campaña airada y a veces violenta alentada por grupos de presión y celebridades afectas al budismo. En cualquier caso, alguna medida --excluyendo el boicot a los Juegos, porque obligaría a los deportistas a asumir una responsabilidad que en realidad corresponden a los políticos-- deberán tomar el COI y las potencias democráticas para evitar que los Juegos legitimen un sistema que recusa la libertad y oprime a las minorías. EEUU y Europa disponen de los medios para recordar a Pekín que una gran potencia debe comportarse de manera más responsable y menos desafiante.