Licenciado en Filología

Si la Navidad es ya una fiesta más de mesa que de misa, robada a la iglesia por el comercio, la de los reyes se ha convertido en una almoneda vergonzante, exhibicionista y descaradamente competitiva, robada por los padres a los niños, empeñados en quitarles protagonismo a sus hijos, a costa de comprarles juguetes que no quieren, que no les valen, que no entienden, espectaculares, caros, de formas ambiciosas y feos. A esta exhibición de ridiculez, se llega, tras la comprensión publicitaria, y el peregrinaje por almacenes para localizar justamente el modelo más sofisticado y deslumbrante, que el niño, con frecuencia, ni espera ni desea, pero llena de orgullo al progenitor.

La galería de alienados en la feria del relumbrón y la apariencia no es ninguna tontería, si de padres hablamos:

Nos encontramos con fascinadores padres que compran a los niños bienes de prestigio, mucho más que bienes de distracción, que han de servir a toda la familia fundamentalmente de exhibición de status, al margen de que sirvan para ocupar todo el espacio que se necesita en el cuarto de la abuela y carezcan de todo propósito lúdico o educativo.

Más arriba o más abajo de la superficie comercial, tarde o temprano, nos encontraremos a la pareja que echa el resto en la sección de cacharros inútiles pero efectistas para que a sus hijos no les falte nada y tengan todo lo superfluo, aunque luego regateen el precio del libro de prácticas de matemáticas, que es lo que en verdad consideran superfluo.

Muy cerca deambulan los progenitores que han discutido sobre los juguetes que hay que comprar este año, y que tras mucho romperse la sesera, y escuchar los deseos del niño por determinado juguete --¡Qué sabrá él!-- han decidido sustituir el juguete imaginativo por el cachivache y el artefacto exhibicionista.

En esta epifanía de la paranoia, muchos padres temen ir de pobres, pero no temen en absoluto ir de tontos.