Han de asistir los representantes públicos a las procesiones religiosas de Semana Santa? ¿Han de participar en ellas miembros y autoridades del Ejército? ¿Está bien que la enseña nacional ondee a media asta en edificios públicos en señal de duelo por la muerte de Jesucristo? ¿Es justo gastar fondos públicos para conmemorar -en un país aconfesional- algo que, en teoría, solo incumbe a creyentes?

Algunas de estas preguntas son fáciles de responder. ¿Se debe gastar el dinero de todos y cerrar calles y comercios para celebrar una fiesta religiosa? Si esa fiesta es de interés público (es decir: interesa a una porción significativa de la población) la respuesta es sí. De hecho, contribuimos a costear y organizar celebraciones (deportivas, culturales, gremiales, nacional-folklóricas, lúdicas...) que incumben a grupos sociales mucho menos numerosos. El argumento de que el Estado es aconfesional no vale: tampoco el Estado se compromete con ningún deporte o género, y no por eso deja de subvencionar Olimpiadas o de participar en la celebración del Día del Orgullo Gay.

El argumento de la aconfesionalidad del Estado podría ser válido para responder a otras cuestiones, como la de si políticos, militares y otros representantes o símbolos de la nación han de estar presentes en procesiones religiosas. En este caso el argumento admite dos desarrollos. Por el primero se supone que el Estado ha de mantener la mayor neutralidad ideológica posible, y que toda manifestación de ideas, creencias, gustos, etc., ha de confinarse al ámbito privado. Esta posición liberal es la que diríamos que -paradójicamente- comparte el laicismo de izquierdas si no fuera porque se les ve el plumero anticlerical (lo único que realmente desean confinar al ámbito privado es la religión, no el resto de manifestaciones ideológicas o culturales). El otro desarrollo del argumento es el que afirma que el Estado, «sin casarse con nadie», ha de reflejar en sus símbolos, y de forma proporcional, la pluralidad ideológica de la sociedad a la que representa. A mi juicio, esta última es la posición correcta. Y me explico.

La aconfesionalidad, o incluso el laicismo, designan la exigencia de separar los poderes de la Iglesia y el Estado en el orden político, pero no necesariamente extirpar la religión (ni ningún otro sistema de creencias) de la totalidad de la esfera pública o institucional.

De entrada, la idea de separar lo público del ámbito privado de las creencias es una abstracción inoperante. Lo público (las leyes, las instituciones, los valores comunes...) nunca se funda en una «esfera de universalidades» moral e ideológicamente aséptica (no existe tal cosa), sino en un sistema preponderante de creencias e ideales, bien impuesto por unos pocos (como en los regímenes despóticos), o bien resultante de una gestión democrática de los intereses e ideales de todos.

Es difícil aceptar, en este sentido, que las instituciones tengan que mantenerse en un (imposible) plano neutral. Una cosa es que la Corona, el Ejército o la Escuela pública (por ejemplo) no manifiesten su preferencia por determinadas opciones políticas, ideológicas o religiosas, y otra, muy distinta, que no representen, de modo equilibrado, la pluralidad de valores e ideales de los ciudadanos a los que gobiernan, protegen o educan.

¿Han de asistir, entonces, los políticos a procesiones religiosas? Por supuesto que sí, como a todos los eventos que sean de interés público. Al fin y al cabo los políticos (y los símbolos del Estado) representan la voluntad soberana de los ciudadanos, y esta voluntad (incluyendo sus decisiones políticas) es inseparable del conjunto de sus intereses, creencias, valores e ideales, incluyendo los religiosos. Quien representa esa voluntad ha de representar también lo que la sostiene e informa. Otro asunto es que lo haga de forma equilibrada. Y aquí sí caben las críticas. Identificar a las instituciones única y exclusivamente con las creencias de una parte de la población (como ocurre en la connivencia -aún- entre muchas instituciones -como el Ejército- y la Iglesia católica) es inadmisible. El Estado tiene que representarnos, de manera proporcionada, a todos.