Luis Landero ha escrito una nueva novela: Retrato de un hombre inmaduro , veinte años después del éxito de la exquisita Juegos de la edad tardía , con la que ganó el Nacional de Narrativa y el premio de la crítica. Narración melancólica, desazonante y morosa aquella, cervantina para muchos, llena de poesía y de palabras sabias donde encontré expresado de forma definitiva lo que es el afán, su último libro es una especie de festejo de la publicación de aquel, y aunque todavía no lo he leído, constato en diversas entrevistas concedidas a los medios cómo después de dos décadas, el afable novelista de Alburquerque sigue tan bienhumorado, encantador y desencantado como entonces. Landero rastrea en la trastienda moral del ser humano y muestra la soledad del escritor ante el cansancio moral. Parece que Landero no le ve sentido a la vida, ni cree en el amor pues afirma que "-en realidad el amor es un relato que hemos aprendido en las películas. Pero es de lo que hablan los poetas, un sueño. Schopenhauer lo explica muy bien al decir que la especie tiene que perpetuarse. Y lo que hacemos es adornar eso con la música y con las velas para cenar". Tengo un buen amigo, notable escritor también, que sin llegar al escepticismo landeriano tan próximo a Baroja ni a la negación amorosa total, odia las bodas. Considera que son vanidad de vanidades y mera apariencia. Yo, romántica incurable, prefiero discrepar humildemente de Landero y de mi amigo y creer en el amor verdadero, como la princesa prometida , mis padres, mis suegros y tanta gente corriente para la que curada la pasión que hace saltar chispas en la tripa, perdura la costumbre hecha respeto, necesidad y proyecto de vida, aunque sin velas para cenar. Y por encima de la crisis y la pérdida de valores adoro las bodas, cursi de mí. Sobre todo las sencillas y auténticas, que las hay, donde se palpa el amor, esa cosa eterna, absurda, indefinible y real que da sentido a la existencia. Dijo Gandhi que la verdad es el fin y el amor es el camino. Puede que no haya otro.