Antiguamente, cuando uno era astuto y avispado, se le decía que sabía latín. Pero un día llegó el ministro Solís Ruiz , el de la sonrisa del régimen, y soltó aquello de más gimnasia y menos declinaciones. Comenzó un declive que algunos vivimos en primera persona, cuando había que explicar por qué diablos querías aprender la lengua de Cicerón . Si el bachillerato se te quedaba corto y querías seguir estudiando lenguas clásicas, entonces tenías que prepararte para justificaciones mucho más complicadas, rebatiendo el sambenito de lenguas muertas y poniendo a países nórdicos o germánicos como ejemplo de formación humanística de calidad.

Eran los días en los que recibíamos a los primeros estudiantes Erasmus y nos sorprendían con su manejo del latín y también con una habilidad y cultura musical envidiable. Aquí, en cambio, seguimos teniendo que luchar contra viento y marea. El sábado próximo, sin ir más lejos, los niños y niñas que asisten al Conservatorio de Mérida van a tener que salir a la calle junto a sus padres y profesores para intentar evitar que desaparezca. La enseñanza musical en España ha sufrido, históricamente, un trato bastante desconsiderado por parte de las autoridades, que quizá no han sabido valorar su importancia para la formación integral de todas las personas. Pero siempre albergamos la esperanza de que se produzca un giro copernicano, como pasó la semana pasada cuando la periodista Giovanna Chirri , gracias a sus conocimientos de latín, pudo apuntarse la primicia de la dimisión de Ratzinger . Quizá se vuelva a poner de moda esto de las lenguas clásicas y no haya que irse con la música a otra parte.