El caso de las tarjetas opacas viene a demostrar una vez más que, salvando las distancias socio-tecnológicas, seguimos viviendo en los tiempos de El Lazarillo. Nada nuevo bajo el sol: esta es la España corrupta de siempre, la que intenta atragantarse de uvas --o de millones de euros, ya puestos-- creyendo que el resto del país está ciego.

Pero aquí viene la buena noticia: no estamos ciegos, no del todo. Y la justicia, tampoco. Algunos juristas han apuntado estos días en los medios de comunicación la posibilidad de que estos pícaros banqueros acaben en la cárcel. No lo harán, claro, pero basta que la hipótesis se comente abiertamente, dejando en el oprobio los nombres de tales advenedizos, para que nos sintamos algo remunerados por tener que habitar en un bosque lleno de lobos.

La corrupción generalizada es una pésima noticia, pero nos asiste el consuelo de saber que muchos de los malhechores que nos gobiernan antes o después acabarán contra las cuerdas de la opinión pública. Qué poca grandeza en un país que ha engendrado a Urdangarin, Rato, Blesa, la familia Pujol, Bárcenas, los entramados de Gürtel o de los ERE, o el pequeño Nicolás, ese canterano que sigue la estela de nuestros peores banqueros y políticos. En España crecen tantos pícaros como olivos; ya sería hora de que tengan en cuenta que, al contrario del contrapersonaje de El Lazarillo, no estamos ciegos.

Por el momento, Rato, a quien hace no demasiado muchos reivindicaban para presidir el partido político que ahora nos gobierna, se ha visto forzado a solicitar la baja temporal de dicho partido. Una pequeña victoria en una guerra titánica.