El ordenamiento jurídico de todos los países democráticos consagra y protege el derecho a disentir en público de cualquier decisión adoptada por un organismo público. Desde luego, España sigue esta norma que, aplicada a los estudiantes, incluye el reconocimiento y la garantía del derecho a protestar, exprese este la voluntad de la mayoría o de la minoría. Pero en ningún sistema democrático, tampoco en el español, se admite un ejercicio ilimitado de este o de cualquier otro derecho.

Merece la pena tener presentes estos principios porque en algunos casos, sobre todo en universidades del Levante y de Baleares, estudiantes contrarios al proceso de Bolonia han tratado de impedir el normal desarrollo de la clases.

Invocar como antecedente de la situación presente las formas que la protesta universitaria adoptó en las postrimerías del franquismo y durante los primeros años de la transición resulta igualmente poco consistente. Entonces, a diferencia de ahora, las universidades no eran solo un centro de debate político y confrontación de ideas, sino uno de los espacios abiertos a la lucha contra la dictadura, que por definición no era un Estado de derecho. El presente es tan sumamente distinto que cualquier comparación resulta odiosa; la libertad de disentir es incompatible con la coacción y la violencia.