Las crónicas de tribunales no cesan de ilustrarnos sobre noticias de corrupción. Se suceden informaciones que detallan cohechos, prevaricaciones, desobediencias, malversaciones y toda suerte de delitos cometidos o presuntamente cometidos por políticos, servidores públicos o banqueros. No se salva ni la Casa Real. La corrupción es la segunda preocupación de los españoles. Solo el paro inquieta más. Este estado de opinión repercute en el extranjero y ascendemos en el ranking de naciones más corruptas. A España se la ve como un país que, además de soportar una deuda pública descontrolada, tolera a unos políticos poco fiables.

Esperemos que las causas penales a las que asistimos sean solo los lodos de lo sucedido en España estos años de atrás, y que a partir de ahora la clase política muestre un último vestigio de decoro y ponga remedio a tanto desatino y desafuero. Parte de la solución está en manos de los propios partidos políticos. Igual que se ha implantado la cadena perpetua revisable para delitos muy graves, también podrían incrementarse las penas e implantar la inhabilitación perpetua para delitos graves de corrupción. Seguro que más de uno se lo pensaría. Porque, por ejemplo, las leves condenas impuestas a los secesionistas que han desobedecido y desafiado el orden constitucional no sirven para alcanzar los fines de prevención general ni especial a que debe aspirar la norma punitiva.

Nadie discute que la actividad política debe regirse por criterios éticos. Desde antiguo, en la acción pública subyace la necesidad de la exigencia de integridad y valores. De ahí que un sistema democrático que se precie ha de tener como tarea prioritaria exigir principios morales que inspiren la buena práctica de los personajes públicos.

Sin embargo, demasiadas veces --por lo que se viene constatando a diario-- da la impresión de que a los políticos les cuesta establecer parámetros morales desde los que orientar las decisiones que adoptan en el ámbito público. Y, con bastante frecuencia, los líderes políticos, en vez de esforzarse en actuar como probos servidores del pueblo, son injustificadamente condescendientes con los casos de corrupción que afectan a sus correligionarios. Ocurre también que, en el colmo del cinismo, algunos nacionalistas pretenden tapar estas vergüenzas envolviéndose con banderas patrióticas. El resultado es que el pueblo, ante tanto oprobio e ignominia, se escandaliza con demasiada frecuencia y pierde la fe en la clase política.

El ciudadano espera de sus representantes que ofrezcan una concepción más íntegra y dignificadora de la función pública. Que luchen por un rearme ético y un compromiso moral. Que actúen distinguiendo claramente lo que son intereses personales o partidistas de los que son intereses de la sociedad. Que antepongan el bien común al bien particular. Se impone una ética y una estética en la política. Solo así podrá conseguirse una mayor legitimación del sistema democrático.