Cuando yo era niño los mayores solían meternos miedo con el Lute, que era en los años 60 y 70 el delincuente de moda. Eleuterio Sánchez Rodríguez, que así se llamaba, ha tenido una vida digna de película, algo de lo que se encargó de rubricar el director Vicente Aranda con El Lute, camina o revienta.

No obstante, la notoriedad del personaje, confieso que había olvidado cuáles fueron sus fechorías y he tenido que consultar Wikipedia para ponerme al día. Y resulta que en sus tiempos de delincuente, antes de estudiar Derecho en la cárcel y hacerse escritor, el Lute era una buena pieza. Era ese tipo con malas pintas que podría robarte unas gallinas (si tuvieras gallinas) o unas joyas (si tuvieras una joyería), robo que en este caso se saldó tristemente con una víctima.

No es de extrañar que a los niños de pantalones cortos nos asustara aquel hombrezuelo de baja estofa, desaliñado y sin estudios, un icono negativo a quienes nuestros mayores habían elevado a la condición de legendario. Chusco y poco edificante, cierto, pero legendario en cualquier caso.

El caso es que antes el delincuente medio te robaba una gallina o unas joyas a punta de pistola mientras que hoy nos roban unos milloncetes sin arrugarse el traje ni la corbata. Al contrario que los personajes de las películas del cine quinqui (basadas en personas de carne y hueso), los grandes delincuentes de ahora no se echan a la calle armados con una navaja o una pistola, no conducen veloces Simcas robados en plena calle. Los políticos corruptos, esos Lutes del siglo XXI, han venido a sustituir al Torete, el Pirri, el Vaquilla o el Jaro.

Las nuevas generaciones andan acongojadas, y con motivos, no porque estén en juego unas gallinas sino algo más valioso: su porvenir. Muchos tendrán dudas y no sabrán qué les compensará más, si estudiar, trabajar o buscar dinero fácil e ilegal... metiéndose a político.