Catedrático de la Uex

Cuanto más suben las marejadas de nuestro tiempo mejor es acudir a los clásicos. Decía el insigne filósofo griego Platón: en las normas de los hombres sólo se dará auténtica justicia, cuando realicen la idea de la justicia . Su discípulo, Aristóteles, con menos belleza, pero con más realismo, diferenciaba la justicia natural de la otra justicia, la legal. La primera es la que se da siempre y en todo lugar, con la misma fuerza, la fuerza de la naturaleza, mientras que la segunda está condicionada por la ley humana, siendo tributaria de cada cultura.

Desde aquella época de luces para el pensamiento (400 años antes de Cristo), la doctrina de los valores ha crecido con tantos matices como culturas se han extendido por la geografía de la tierra. Hoy día, ¿quien se atreve a sostener una sola forma de conjugar la razón? ¿Quién es el dueño de la justicia? ¿Quién posee la última autoridad? ¿Dónde está la raíz que otorga la legitimidad a los actos? Valores y principios, ética y moralidad, legalidad y legitimidad, pueblos y naciones, poder y fuerza, muchas posibilidades ante las sombras que se ciernen sobre las conciencias. Pues, una vez que se interiorizan cuantas informaciones sobre la guerra inundan el mercado del primer mundo , es cuando llega la hora de la verdad, cuando cada uno tiene que decidir.

A la postre, más allá de las posiciones políticas, incluso de la fuerza de la propia cultura, uno se debe enfrentar a las reglas de su conciencia. He aquí donde aparece la última razón y, a la vez, el primero de los principios.

Por todo ello, desde la aristotélica razón de la conciencia lanzo un primer grito de vergüenza contra los halcones de la guerra (estados y personas). Aquéllos que saben que entre la fuerza de la ley y la ley de la fuerza, existe un espacio intermedio, le dicen diplomacia , en el que ellos, que necesitan a toda costa la ley de la fuerza, saben presionar a los débiles (estados y personas), para que les otorguen sus necesarios votos, con la pena en contrario de pacíficas consecuencias económicas. Y sobre todo, desde la ética de la conciencia, desde lo más profundo de ella, desde la idea platónica, grito contra la inmensa vergüenza de la guerra.

Escribía Andrés Sorel en nombre de una joven madre irakí, madre de dos hijas pequeñas, de nombre cualquiera. Con cierta licencia, condenso lo siguiente: "Sé que voy a morir. Y también mis hijas, que no llegarán a conocer qué es la vida, ni a saber la causa de su castigo. Miro al cielo, durante horas, antes de que desaparezcan las estrellas y sean ocupadas por los aviones que lanzarán sus bombas contra nosotros. Ni yo, ni mis hijas tenemos fuerzas para rebelarnos, ni quedan lágrimas en nuestros ojos. Ellas, mis hijas, no tendrán futuro, ese futuro que olvidará el nombre de nuestros asesinos". Siento frustración por la doctrina imparable de la guerra de algunos países supuestamente civilizados. Siento vergüenza cuando escucho a todo un presidente de Gobierno, José María Aznar, acusar de "bajeza moral" a quienes prefieren la paz frente a sus proclamas de guerra. Siento rabia ante tanta mentira disfrazada de legitimidad. Y se me pone el vello de punta ante el sufrimiento por venir de tantos seres inocentes. No obstante, todavía quiero creer en el triunfo de la paz. Pero si hubiera guerra, no olvidaré la cara de los dictadores de tres al cuarto, ni la de los halcones de la guerra y, menos aún por más cercanos, la de sus pobres lacayos. Ni el rictus de sus pobres conciencias.