Desde hace tiempo, cuando veo a algún político cerca de una pancarta, me da por tentarme la ropa, porque no me fío demasiado de su altruismo, idealismo y desprendimiento.

Está claro que los políticos son personas, y que, como tales, tienen opiniones a propósito de los diferentes debates sociales. Su condición de ciudadanos les habilita para expresarse con libertad acerca de lo que les apetezca. Y, ya solo por su condición profesional, se les presupone un afán transformador que, por cierto, casa muy bien con las actitudes más reivindicativas, tanto en los parlamentos como en la calle.

Ahora bien, a los políticos se les exige, también, un plus de coherencia. Porque pueden estar todo el día en la calle, sacando a pasear las pancartas, sin traducir esas reivindicaciones en mociones, propuestas políticas, y proyectos de ley. Y lo uno, sin lo otro, no conduce a nada.

Es, por tanto, lícito y comprensible, ese sentimiento de desconfianza que invade a una gran parte de la sociedad al encontrarse con sus políticos de manifa. Porque, por triste que resulte, la experiencia nos confirma que, si están presentes en ella, es porque pretenden obtener algún rédito electoral. Y está demostrado que no tienen reparos a la hora de aprovechar cualquier asunto, por sensible que sea, para removerlo hasta convertirlo en motivo de controversia y, posteriormente, en cebo para pescar nuevos votantes.

Todo esto me viene rondado la cabeza desde hace años, cada vez que veo a políticos de alto rango, y de todos los signos, tras pancartas con muy diferentes lemas. Pero lo contemplado, durante la semana que ahora termina, es verdaderamente para rasgarse las vestiduras. Porque nuestros representantes volvieron a magrear una causa noble, y un conjunto de reivindicaciones con las que, a grandes rasgos, coincide una amplísima mayoría de la sociedad española, hasta convertirlas en fuente de disensiones y conflictos. Y esto, mientras que haya una sola mujer sufriendo un trato discriminatorio por razón de su sexo, es verdaderamente imperdonable.