La maldad existe. Mora donde menos podamos esperarlo. En ocasiones, se agazapa tras falsas apariencias. No adopta una forma particular, sino muchas, distintas y variadas. Muta, se camufla, y habita entre nosotros. De eso no hay duda. A veces, nos preguntamos cómo alguien ha podido ser capaz de cometer un acto salvaje o miserable. Intentamos encontrar razones que den una explicación a un suceso terrible. No una razón que lo justifique, pero sí que nos permita entender el porqué de lo ocurrido. Pero ese porqué siempre es un sinsentido. Porque la realidad trágica, impuesta por el sujeto maléfico, no se evapora cuando quedan desveladas sus motivaciones. Por muy temprano que amanezca, el dolor infringido a las víctimas, y a los seres que amaban a estas, sigue ahí, cada día, aunque se encuentre el porqué de la acción de la bestia.

Durante años, se han utilizado las enfermedades mentales o el consumo de determinadas sustancias como eximentes en favor de agresores y verdugos. Y esto, por mucho que algunos defiendan esta forma de juzgar, resulta de dudosa ecuanimidad y moralidad. Porque el asesino es asesino, tome o no tome drogas, alcohol o antidepresivos. Quien aniquila a uno solo de sus semejantes no podrá nunca deshacer su acción cruenta. Y, por tanto, no ha de dársele la posibilidad de escabullirse de su responsabilidad arguyendo una enfermedad o un colocón. Porque las enfermedades y las adicciones se pueden tratar con medicamentos o terapias, pero las vidas devastadas no hay tratamientos ni terapias que sean capaces de restaurarlas. Andreas Lubitz cometió un asesinato masivo el pasado 24 de marzo. Pudo suicidarse en tierra firme, pero prefirió hacerlo acabando con la vida de las 149 personas que viajaban en el avión que copilotaba. Que no nos cuenten ahora que sufría una depresión. Su vil acción ha demostrado que lo que tenía es el alma podrida.