Nelson Mandela dobló ayer el cabo de los 90 años convertido en símbolo de un Africa liberada de las cadenas oprobiosas del racismo, el totalitarismo, la miseria inabarcable y la postración y, al mismo tiempo, capaz de recuperar el tiempo perdido y disponer de voz propia en los foros internacionales. La lección de Mandela es la de la constancia, la resistencia, el sacrificio personal y la integridad ética, pero también la del posibilismo, la predisposición al pacto y la voluntad de cohesionar la sociedad para lograr, como sucede en Suráfrica, el plus de eficacia política, crecimiento económico y cohesión social que echan en falta casi todas las naciones africanas. Todo lo cual ha hecho del país de Mandela, gracias al camino iniciado por él y continuado por sus sucesores, una potencia emergente abierta al futuro con una gran influencia a escala continental y mundial .

Pero también forma parte de la lección moral de Mandela --y del obispo Desmond Tutu-- la superación emocional de los agravios históricos. Cuando el veterano luchador contra el apartheid abandonó la cárcel, logró el reconocimiento de los derechos de la mayoría negra y ganó las elecciones presidenciales de 1994, ni siquiera insinuó la posibilidad de iniciar un ajuste de cuentas con la minoría blanca que sojuzgó a su pueblo. Prefirió seguir el camino contrario: promover la reconciliación y retener en sus puestos a la población blanca, responsable en exclusiva hasta entonces de la marcha de la economía. Con lo cual, no solo evitó una fractura que hubiese sido fatal, sino que dignificó para siempre su misión política, ejemplarmente universal.