Tengo en mis manos un esperado libro, algo que he tenido al alcance desde hace tiempo, pero que por demora personal no ha llegado hasta esta semana, como retrasándose intencionadamente. Me refiero a Bolaño Salvaje . Nada que decir sobre el protagonista que aún no se haya dicho ni sobre su obra. El que la conozca lo sabe y el que no, le queda la suerte de encontrarla. Pero éste no es el motivo de este texto. Si descubrí un México a través de sus palabras, descubrí antes otro México, directamente, a través y de la mano de Felipe Solís Olguín , director del Museo Nacional de Antropología. Y el libro y la noticia de su muerte han llegado al mismo tiempo. Alguien te llama y te dice: ha fallecido. No me gustan los obituarios, ni es el propósito. Pero los maestros son pocos en la vida de uno, y cuando se mueren, no sólo los perdemos, sino que se nos pierde parte de la vida, y duele, golpea. Conviví con él un año, día tras día, desde por la mañana hasta por la noche, de lunes a viernes, por las salas del museo, en su despecho, por los pasillos, alrededor de una mesa, dialogando y escuchando, y en algunas cantinas también. Pero sobre todo riéndonos. A pesar o por su inmenso caudal de conocimiento, trasladaba algo más que saber, te daba una oportunidad de captar el sabor, el olor, los sentidos de la cultura mesoamericana del ayer al hoy, y una experiencia de ser y estar, de amistad. Se fue, se ha ido. Paseo por Extremadura repetidamente, compartiendo sus opiniones y conocimientos, nos dejo más que palabras gracias a Miguel Rojas Mix y al Centro Extremeño de Estudios y Cooperación con Iberoamerica. Me llamaba el suertudo extremeño, y qué razón tenías, gracias maestro, aquí te quedas.