Escritor

No deja de sorprenderme la variedad y la riqueza del patrimonio cultural de nuestra región. No hablo ya de los restos romanos tan visitados, ni de las catedrales, ni de los conjuntos monumentales que durante la pasada Semana Santa o el reciente puente de mayo han provocado el llenazo de las plazas hoteleras extremeñas, con miles de turistas lanzados a la espectacular oferta de unos edificios históricos espléndidos, una gastronomía de elementos propios y unos espacios naturales únicos; no, me refiero más bien a todos esos lugares que resultan más anónimos por quedar algo apartados de los itinerarios tan frecuentados o de las ciudades y monumentos emblemáticos de los folletos turísticos que promocionan Extremadura.

Cuando dispongo de algo de tiempo, me voy a dar una vuelta por ahí para disfrutar del encanto más sutil y desconocido de los pueblos, mejor cuanto más apartados, en la realidad de su vida cotidiana. Es una maravilla llevarse la sorpresa de encontrar lo que no esperabas en tan pequeñas poblaciones: iglesias preciosas, retablos e imágenes de gran calidad. Es el patrimonio rural, mejor o peor conservado que encierra en sí mismo gran parte de la identidad cultural de cada pueblo.

Hay un conjunto de iglesias extremeñas construidas entre los siglos XIII y XIV verdaderamente admirables que se ha convenido en llamar "La Ruta del Mudéjar Extremeño", porque sus constructores siguieron los esquemas de la manifestación artística más típica de la España medieval, como enlace entre las tradiciones de la época musulmana y la reconquistadora cristiana, nutriéndose de ambas. Se trata de monumentos rurales sencillos, hechos con economía de medios y materiales al alcance de la mano: piedra sólo en la cabecera de los soportes y las nervaduras de las bóvedas, y el resto, mampostería y ladrillos rojos, con rústicas cubiertas de maderas, cañas y tejas. Por tanto, son edificaciones que resultan muy familiares a la vista, pero elegantes y dignas, alzadas generalmente en el centro de los pueblos, en la plaza desde donde se van extendiendo arracimadas el resto de las casas. Y lo realmente sorprendente es comprobar cómo este estilo arquitectónico perduró incluso hasta bien avanzado el siglo XVI y nos encontramos con iglesias de nueva planta enteramente mudéjares en épocas muy tardías.

Enumerar los templos y conventos hechos con el sistema de trabajo de los alarifes mudéjares excedería este espacio, pero baste decir que predomina en la construcción de las iglesias rurales extremeñas con características muy propias.

Muchos de estos monumentos, con más de 500 años a cuestas los más de ellos, están magníficamente conservados, con las cubiertas en buen estado y lo fundamental en pie. Pero entristece comprobar cómo también un gran número se encuentran en lamentable situación, pidiendo a gritos una acción inmediata.

Cierto es que la Junta, a través de la Dirección General de Patrimonio, va ocupándose de este tema, pero poco a poco. Verdad también es que cada comunidad (me refiero al conjunto de los fieles que componen las parroquias) debe sostener el mantenimiento de sus templos, no descuidarlos y contribuir a su buen estado; pero suele suceder que se trate de pueblos de menguadas poblaciones con escasos 800 o 1.000 habitantes que no pueden por sí mismos acometer obras tan complejas y costosas.

Estamos en unos tiempos en los que el llamado ente público debe, subsidiariamente, enfrentarse a los asuntos que finalmente redundan en beneficio de todos. Toda esa riqueza, al fin y al cabo es parte de la identidad regional; es lo fundamental, lo más generalizado en los elementales patrimonios de las entidades locales: en cada pueblo su iglesia, con sus estructuras arquitectónicas, sus retablos, imágenes, objetos y documentos.