La Sexta emitió hace unos días un programa tan interesante como perturbador sobre la inmortalidad. Me hubiera gustado verlo entero, pero no soy inmortal y, por tanto, dispongo de un tiempo limitado.

En ese programa se divulgaron ideas que, de ser ciertas, no deberían dejar indiferente a nadie. Se dijo, por ejemplo, que la persona que va a vivir mil años ya ha nacido. Uno de los científicos llegó a afirmar, en plan gurú, que él no piensa morir nunca. (Así es el ser humano: hace 54 años aún no se había inventado la fregona y hoy aspiramos a la inmortalidad o a vivir en Marte...).

Según las estadísticas, el 96 % de las personas que murieron en España lo hicieron por alguna enfermedad. La tarea que se pretende hoy es curar todas las enfermedades, no por el legítimo placer de sanar al prójimo, me parece, sino de encadenarlo a la losa de la eternidad. La muerte de la muerte está cerca, amenazan.

Tengo dos dudas: ¿realmente podremos alcanzar la inmortalidad? Y si es así, ¿qué tendría de positivo? El interés de la vida, tal como la conocemos, es filial de nuestra eventualidad. Nos sabemos limitados, y esa circunstancia nos obliga a la lucha activa y presurosa por la supervivencia. Si no vamos a morir nunca, no tendría sentido satisfacer ninguna de nuestras pulsiones, pues siempre encontraríamos algún que otro siglo en el que hacerlo.

Otros científicos entrevistados, más cautos, no hablaban de la inmortalidad en términos posibles, sino de alargar la vida varios decenios. Esto suena mejor: nos concedería un tiempo extra para terminar de pagar la hipoteca del piso y para ver a los nietos de Cristiano Ronaldo y Messi disputar la Champions.

Los megalómanos están de suerte, pero a mí me parece que la vida eterna nos condenaría al sufrimiento eterno, como le ocurre al príncipe troyano Titono, que no levanta cabeza desde que Zeus le concedió la inmortalidad (pero no la juventud).