Es llamativo cómo importa tan poco la edad, la personalidad, la historia de vida, incluso la raza o el país de procedencia: cuando naces mujer pasas por una serie de experiencias que a todas nos conectan.

Suben las temperaturas. Como se suele decir, «huele a verano». El cuerpo no puede esperar para bajar a la playa y empaparse de sol --más cuando la arena está tan cerca y se sufren los pesares del clima europeo del norte--. Ese fue mi caso el otro día.

Quedas con tu amiga. Bikini y toalla, encontramos un sitio tranquilo y nos asentamos. «¡Achús!» Escuchamos. Un sobresalto. ¿De dónde viene ese estornudo? No se ve a nadie en un kilómetro a la redonda. «Será alguien que va paseando por el camino de detrás».

Puede ser. Pasa un rato y de repente un ataque de tos. Un sonido proveniente de la nada. Agudizamos la vista para distinguir algo entre los arbustos que separan la playa del camino. No vemos nada. Miramos con recelo. Y, por fin, lo encontramos.

Un señor escurridizo entre las hierbas. Que desaparece en cuanto se percata de que le estamos viendo. Unos segundos. Volvemos a mirar. Se vuelve a asomar. Nuestras miradas se encuentran de nuevo. Huye.

Lo que estuviera haciendo el señor allí semi-escondido no lo podemos probar. Pero el pensamiento que a ambas nos vino a la cabeza fue el mismo. Y cualquier mujer que lea esto probablemente ya lo sabrá. Porque el darse cuenta de que un extraño se está tocando tan libremente en un espacio público no es algo anecdótico. Cuando no es el caso de que te haya tocado a ti, así sin querer, en el bus, en algún mercadillo, en un concierto, en cualquier lugar en el que la multitud lo cubre todo.

Y no, no importa si eres joven o mayor, si eres considerada guapa o fea, gorda o flaca, del norte o del sur, todas lo hemos visto. Y no, la experiencia de la playa no nos va a crear ningún trauma, pero sí que poco a poco te va minando, porque ni en la soledad de un espacio abierto y público se puede estar tranquila. Por eso nosotras debemos estar alerta. En cualquier lugar. Andar con cuidado. Así nos lo han inculcado y machacado. Y casi tenemos que dar las gracias. Que al menos nosotras tenemos la libertad de estar en la playa enseñando nuestro cuerpo. Otras no tienen ese privilegio. Y ese discurso cala. Y dejamos pasar esas pequeñas cosas y nos compadecemos de otras. En silencio. Pues ya basta.