En pleno siglo XXI, mientras nos vanagloriamos de luchar como nunca antes por la igualdad y la libertad, asistimos sin alterar nuestro ritmo de respiración a la multiplicación de muros que rajan carnes y desprecian personas. ¿Es este el camino a esa sociedad prometida con la que soñamos?

Hace tiempo, fueron muchos los que tuvieron un sueño. En él visualizaron aspectos de nuestra realidad que hoy disfrutamos: potentes herramientas de comunicación capaces de salvar espacio y tiempo, información accesible directa al bolsillo de cualquiera o unos poderosos transportes que unen distancias de millones de kilómetros de forma rápida y segura.

Sin embargo, es muy probable que no vaticinaran la soledad tan paradójica que conllevaría, llena de miedos y dificultades para tocarnos, olernos, mirarnos, mezclarnos. Ni la imparable proliferación de odios, prejuicios y mentiras de esta hiperconexión. Y con toda seguridad, no serían capaces de visualizar las fronteras elitistas y mortíferas a nuestro alrededor. Cercos.

Muros que dividen a los que son merecedores de un futuro digno de los que tendrán que conformarse con anhelarlo: los nacidos a un lado y los nacidos del otro. Unos 70 a día de hoy, a lo largo y ancho de nuestro moderno mundo. Enormes obstáculos, construidos por la ingeniería humana y cuyo único objetivo es impedir el paso de determinadas personas, sea cual sea el coste.

Hace más de 25 años, cuando cayó uno de los más simbólicos en Berlín, sólo existían una decena. Entonces celebramos su caída como si de un punto de inflexión se tratara. Pero en este medio siglo no hemos sido conscientes de los que se han ido construyendo. Hagan sus cuentas. Ni uno de ellos nos ha indignado como debiera. Muy al contrario, hemos dejado hablar a quienes querían justificarlos. A quienes querían convencernos de su necesidad.

En este siglo XXI la confección de estos muros es una de las grandes vergüenzas. Mantenidos con nuestros impuestos, con el apoyo de nuestro voto, con nuestro silencio. En esta época, moderna, asistimos casi como espectadores al desgarro de los del otro lado, arrojados a su miseria. Al fin y al cabo, es suya, no nuestra.

Todos hemos tenido sueños, no sólo de futuro, también de presente. Todos hemos defendido la importancia de perseguirlos. A todos nos han dicho, y nosotros hemos repetido, que para alcanzarlos hay que superar obstáculos. Pues bien, a pesar de que para nosotros los «inmigrantes y refugiados» sean solo «los otros», la verdad es que no son distintos. Tampoco en esto. Y un muro, por peligroso y alto que se construya, es sólo un obstáculo más en su camino. Y hoy, ellos tienen un sueño.