Abogado

De entre los múltiples aciertos de los constituyentes a la hora de redactar nuestra norma fundamental, cabe destacar el establecimiento de un auténtico sistema de descentralización política configurando un modelo de Estado de las autonomías en el que se garantiza la igualdad de todos sus miembros y a la vez la pluralidad de éstos y de las instituciones que lo integran. La descentralización es, por tanto, consustancial al Estado democrático, resultando ambos términos inseparables. Pero, como sabemos, el Estado se sustenta en los tres poderes clásicos --Ejecutivo, Legislativo y Judicial-- y estos poderes, desde Montesquieu, se han ido adaptando a los nuevos tiempos, llegando a la situación actual en la que el Ejecutivo se ha fortalecido considerablemente en relación a los demás. En lo que a la descentralización del Estado se refiere, ésta sólo se ha producido en el poder Ejecutivo, con gobiernos autonómicos, y en el poder Legislativo, con parlamentos autonómicos. Por tanto, es el Poder Judicial el que está pendiente de actualizarse con las transformaciones necesarias para que la organización de la justicia en nuestro país se adapte plenamente a la estructura autonómica del Estado. Para ello la Constitución establece las premisas básicas necesarias, quedando pendiente sólo su adecuado desarrollo, sin olvidar que la justicia emana del pueblo, y teniendo en cuenta, además, que el Poder Judicial, como los demás poderes del Estado, está subordinado al imperio de la ley, concebida ésta como expresión de la voluntad del pueblo. Y precisamente esa voluntad popular la percibimos los que realizamos una tarea diaria relacionada con el ámbito judicial, manifestándose dicha voluntad a favor de un cambio en el funcionamiento de la justicia, cada día más necesario y urgente. Resulta intolerable que, conforme señala un reciente informe del Consejo General del Poder Judicial, los juzgados y tribunales acumulen más de dos millones de asuntos sin resolver, siendo patente la saturación existente en todas las jurisdicciones, con periodos de espera para la resolución de los asuntos que, en ocasiones, superan los cinco años. Como ejemplo, baste señalar que hay juzgados en los que desde que se inicia una separación hasta que el matrimonio es llamado por el juez por primera vez puede pasar más de un año, ¿será para que, por aburrimiento, se reconcilien? Más grave aún es la situación en el ámbito penal, en el que abundan los casos en que un preventivo espera en prisión más de dos años antes de resultar juzgado. Ante semejante panorama, se vislumbra una luz esperanzadora en el horizonte cuando un partido político con posibilidades de gobernar presenta en su programa electoral un modelo de organización judicial que tiene como objetivo mejorar considerablemente el funcionamiento de la justicia, basándose para ello en la propia Constitución. Téngase en cuenta que el modelo socialista no hace más que desarrollar lo previsto en el artículo 152 de la norma suprema, donde se señala que las instancias judiciales se agotarán ante los órganos judiciales radicados en la autonomía, esto es, ante los Tribunales Superiores de Justicia de cada comunidad, sin perjuicio de la función del Tribunal Supremo como órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, respetando el modelo propuesto esa superioridad al mantener su función casacional y unificadora de doctrina para que una misma norma no se aplique de forma diferente por distintos tribunales. Ese modelo es plenamente constitucional y acorde con el ordenamiento jurídico, encontrándose previsto en el Pacto por la Justicia , que establece que los Tribunales Superiores de Justicia serán la última instancia en las comunidades autónomas. Habiendo incumplido ese pacto el gobierno del PP, no es extraño que rechace el modelo propuesto. Tal vez sea cuestión de considerar la justicia como un elemento del Estado al servicio del ciudadano, del que emana, y no como un instrumento de poder cuya dependencia de los demás poderes del Estado interesa potenciar.