Érase una vez yo, que vine al mundo después de tres abortos. De todo cuanto ocurrió en mis primerísimos años no guardo recuerdo alguno. Eso va también por el tiempo que pasé en el vientre de mi madre. Que Pilar era mi madre lo supe después. Así me lo contaron; y resultó ser cierto porque como tal se comportó conmigo hasta el último de sus días. Aborto llamaban al más tonto de la clase, así que, cuando entreoía a mis padres hablar de aquellos otros tres, no era capaz de hacerme una idea cabal de lo sucedido. Aborto llamaban al más tonto, aborto era el clarín que daba principio a toda riña de patio; y yo pensaba en aquel hermano que se perdió una mañana de domingo en San Juan de Gaztelugache.

En el tiempo que usted tarda en leer esta columna, apenas cinco minutos, alguien, en algún lugar de España, ha ejercido su derecho a la voluntaria interrupción del embarazo. Y si damos por obvio que se aborta más de día que de noche, uno no, dos. Dos en cinco minutos. Cien mil españoles al año. Más de cincuenta millones de seres humanos al año. Niños, niñas,… la aspiradora lo mismo traga penes que vulvas y, normalmente, con cada pene y cada vulva, un corazón. La aspiradora, la cuchilla, el veneno,…

Con los años fui creciendo y haciéndome preguntas. Más o menos las mismas preguntas que a estas alturas de mi vida siguen sin respuesta. Recuerdo a Spencer Tracy en «Vencedores o Vencidos». Admiraba a Tracy. Nuremberg y la angustia por alcanzar siquiera a medio entender qué es la integridad moral. Con el tiempo aprendí que los héroes, aún sin capa y sin espada, son los que cada día se pelean contra sus propios intereses por dar a sus actos una mínima e íntima coherencia moral.

En España, abortar al amparo de la ley no es delito; antes bien, es un derecho. En modo alguno, a los ojos del Estado, es un crimen. Quienes participan en tal acto no son criminales, al contrario, delincuente es quien les acusa de haber cometido un delito. Y ello, entre otros motivos, porque el Derecho no es inmutable y porque los españoles así lo hemos querido.

Ya no soy un niño y las migas de pan me siguen pareciendo pan; y, quizá, aunque viva en este mundo no pertenezca a él. El sentido común me dice que abortar es matar. No puedo negar los dictados de mi conciencia. Cortarle el rabo a un cachorro de perro cazador no me parece una salvajada, salvajada me parece quemar vivo un feto en una solución salina. Creo que por encima de la libertad sexual está la vida. Creo que por encima de lo conveniente está la vida. Creo que por encima de los intereses de los poderosos, de la raza y de la eugenesia está la vida. Un pueblo que permite el aborto no pregona la paz, al contrario, enseña que la violencia es un buen camino para satisfacer los intereses de cada uno. Decía la muy feminista Alice Paul que abortar es violarte hasta las entrañas. Decía la madre Teresa de Calcuta que el aborto es el mayor enemigo de la paz. Y decía, a modo de disculpa, Ernest Janning, ministro de justicia de Hitler, por boca de Burt Lancaster en «Vencedores o Vencidos»: «Aquella pobre gente, aquellos millones de personas… Nunca pensé que se iba a llegar a eso. Debe creerme, ¡debe creerme!». Y el juez Dan Haywood, mi admirado Spencer Tracy, lacónico respondió: “Herr Janning, se llegó a eso la primera vez que usted condenó a muerte a un hombre sabiendo que era inocente.»