Una de las mejores costumbres de nuestros pueblos es la de sacar las sillas a la calle por la noche para tomar el fresco. Recuerdo esos calurosos veranos que la leve brisa nocturna calmaba, además de ese fascinante microcosmo costumbrista de las reuniones en las que bien se podía hablar de cualquier tema, bien los largos silencios no se sentían incómodos. Es una tradición que conviene mantener, tan antigua en este país como la de hablar de la calor en cuanto aprieta el Lorenzo.

El verano pasado sin embargo refrescó poco por la noche. Y este que ni siquiera ha comenzado oficialmente parece que llevará el mismo camino.

Sin apenas darnos cuenta las olas de calor comenzarán a perder sentido, porque el calor asfixiante ya se sentía antes de que anunciaran la primera del año. Sin darnos cuenta por no reflexionar sobre ello, que obviamente del ardor nos hemos dado cuenta. No tendrán sentido porque quizás las altas temperaturas sean una constante y duren tanto que más que de olas el verano sea un abrasador mar de insoportable calor.

El año pasado se registró un nuevo récord de temperatura global: 1,1 grados centígrados por encima de la era preindustrial. Altas temperaturas que reducirán las cosechas, provocarán más pobreza, más migraciones y más revueltas.

De hecho, recuerdo un estudio que relacionaba el levantamiento en Siria con la sequía que azotaba a país, que contribuyó al malestar social y a la inestabilidad política. No hace falta recordar todo lo que ha conllevado después: guerra, refugiados, drama humanitario. La investigación sugería que el cambio climático aumentará el riesgo de agitación política en todo el planeta.

Los fenómenos naturales cada vez más extremos, gracias a la inestimable ayuda de la destructiva mano del hombre, son más que frecuentes y por desgracia no suponen una excepción.

Por eso, volviendo al pueblo, quizás sea bueno no abusar del aire acondicionado, ahorrar energía, volver a sacar las sillas a la calle y socializar con los vecinos. Pasar las noches al fresco. A ese leve fresco.