XExl desgraciado caso del Yak-42 se asemeja a un saco sin fondo del que caen constantemente increíbles peripecias de ineptitud, las cuales, si no fuera por la sagrada memoria a los militares muertos, casi promoverían a la risa. La última, y ojalá sea de verdad la última, aunque nuevas noticias sobre supuestas irregularidades en la contratación del seguro del avión arrojan más incertidumbres, ha sido la confirmación de que los médicos españoles que acudieron a Turquía a identificar 30 de los 62 cadáveres no acertaron en ningún caso. Su error no fue parcial, como ya se sabía, sino total, circunstancia que hasta en puro trabajo estadístico parece imposible.

Por esta y por otras muchas razones, el caso Yak-42 se adentra ya de lleno, no sólo en el plano de las responsabilidades políticas y penales, sino también en el de las responsabilidades morales, esa moral que según uno de los pensadores contemporáneos más sutiles, Hans Küng , es algo que cobra realmente valor cuando se da en lo concreto, no en una generalidad abstracta, sino en una situación particular.

El accidente en el que murieron los 62 militares españoles se ha analizado en estos últimos meses desde muy diversos ángulos. Se cuestionó la sensibilidad y competencia política y militar en la contratación del transporte de las tropas y se puso en evidencia que el papel humanitario que la presencia militar española en Afganistán debía realizar no contaba con los medios adecuados y con los recursos necesarios.

Hubo, como todos sabemos hoy, errores previos a la catástrofe y errores cometidos después del accidente de Trebisonda. Si los primeros fallos --el más evidente, sin duda, el de desoír las quejas elevadas por distintos mandos militares por vía jerárquica-- resultan incomprensibles en una sociedad que, como la española, parece estar razonablemente bien organizada, los errores y meteduras de pata posteriores que están saliendo a la luz revisten un carácter verdaderamente escandaloso, a los que conviene aplicar un tratamiento de choque de orden moral.

El error total de las identificaciones que correspondían a los médicos militares españoles resulta de difícil explicación y, por tanto, más que fruto de la ineptitud o del desconocimiento de los forenses, esta equivocación es más fácil interpretarla como consecuencia de una prisa vergonzante de los responsables políticos, más interesados en cerrar cuanto antes una página desagradable y luctuosa para la sociedad española.

El cese de los responsables militares no puede interrumpir la cadena de responsabilidades de todo este despropósito. Sometidos al mando civil, con mayor o menor competencia, el Ejército no ha hecho sino aplicar los recursos que el Estado español le viene proporcionando año tras año. La primera lección del desastre del Yak-42 no es que tenemos un Ejército chapucero, sino que lo que tenemos es un Ejército pobre y mal dotado de medios, con una capacidad, al menos, limitada para las misiones que le han venido encomendando.

Las duras críticas --incluida la petición de que el exministro de Defensa Federico Trillo abandone la política-- que se han recrudecido al conocerse de nuevo errores gravísimos en torno al Yak-42, no son interpretables, por mucho que le pese al PP, como una exclusiva maniobra de desprestigio contra ese partido, a cuyos dirigentes lo único que se les ocurre para salir del paso es acusar a sus críticos de desatar una mezquina batalla política, desenterrando los 62 cadáveres y arrojándoselos a la cara.

No. Se trata más bien, en primer lugar, de extraer las consecuencias de una cadena de errores que condujeron a un accidente que pudo ser evitado. Se trata también, en segundo lugar, de depurar ya, definitivamente, las responsabilidades a que hubiera lugar en toda la cadena de mando y toma de decisiones. Y se trata, finalmente, de restablecer la higiene moral del país sancionando conductas indecorosas en el orden moral. Y el PP debería sumarse a este restablecimiento, porque los muertos son de todos.

Un orden moral que implica, dicho sea con la mayor claridad y sencillez, que los políticos que mienten abiertamente, que manipulan la verdad, que permiten o se lucran con la corrupción, que abusan de su poder o que por su imprevisión, impericia o incuria cometen equivocaciones con consecuencias funestas para los ciudadanía, esos políticos merecen perder la credibilidad y, por supuesto, sus cargos.

Federico Trillo , que en otros momentos de su trayectoria política ha demostrado inteligencia, sagacidad y clarividencia, y ahí está su etapa como presidente del Congreso de los Diputados en la que realizó un buen trabajo, haría bien en reflexionar sobre su retirada de la escena política por las enormes responsabilidades que conllevaba su cargo en este dramático caso, e incluso aunque se haya sentido engañado por algunos de sus colaboradores. Escrito desde la amistad más cordial, una de sus opciones morales es simplemente renunciar a su escaño e irse a casa. Recobraría crédito.

*Director editorial del Grupo Zeta