Desde la firma, en 1953, del armisticio que puso fin a la guerra que enfrentó a las dos Coreas, los incidentes, ataques e incursiones provocados por la dinastía comunista de los Kim que rige los destinos del Norte se han sucedido con regularidad y creciente intensidad. Ahora asistimos a la última crisis, desatada por el hundimiento, en marzo, del buque de guerra surcoreano Cheonan, torpedeado por el régimen de Pyongyang en un ataque en el que murieron 46 marineros. La gravedad del suceso viene determinada no solo por la retórica belicista de las autoridades del Norte, que han roto todos los lazos con el Gobierno de Seúl, ni por la realidad de uno de los mayores ejércitos del mundo, de un millón de soldados: el peligro creciente que representa el régimen más hermético del planeta se debe a su programa nuclear. En su aislamiento internacional, Kim Jong-il solo cuenta con el apoyo de China, que le permite sobrevivir política, militar y económicamente. Un nuevo paquete de sanciones auspiciado por Washington y Seúl solo es posible si Pekín, miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, se aviene a votarlo. Al castigo impuesto el año pasado por disparar misiles de largo alcance y desarrollar pruebas nucleares subterráneas, Kim respondió haciendo realidad la amenaza de retirarse de las conversaciones internacionales sobre el fin de su programa nuclear. Ahora el órdago es mayor: ha amenazado con la guerra. Corresponde a China presionar a Pyongyang, ya sea de forma directa o concertada en la ONU.