Rafael Ortega , alfarero mayor de Extremadura, ha muerto. El periodista, amigo del alma del ceramista, autor del libro Rafael Ortega, la Alfarería como Arte Mayor , publicado por la Editora Regional de la Junta, gracias a la generosidad de Antonio Ventura y Rodríguez Ibarra , conocedor de la trayectoria del artista frexnense llora, como todo su pueblo, como toda su región, como el mundo del arte popular universal su pérdida.

Forjado en los alfares de la vida en la España de la postguerra y con la esencia de su tierra, "que siempre irá conmigo", decía entre vasos de vino de pitarra, respiraba la hondura de la bondad y la sencillez, de la amabilidad, de la humanidad y de la cordialidad. Y desde la constancia y el amor propio él, que había mamado tantas complejidades en la vida, se hizo, y pronto, Maestro, con mayúsculas, del barro.

Luchó contra la vida a base de sudores. Y le ganó el pulso. Y del barro, con el que tanto jugueteaba de crío, allá en Fregenal de la Sierra, fue moldeando la creatividad de un estilo tan personal, tan colorista, tan ingenuo, tan naif, que, poco a poco, se consagró, a través de la más incansable constancia, en la sensibilidad artística. Quizá porque llevaba dentro un genio, un coraje y una capacidad de superación tan especial con el que están dotados los grandes creyó en sí mismo. Fue valiente y decidido. Y a caballo entre la dificultad y el sacrificio de mantener un hogar en el Madrid de los años sesenta, sus sueños, incondicionales con sus esencias, y esa relación de bonhomía, que le distinguía con todos, Rafael robaba horas al mágico silencio de la madrugada, al suave paisaje de Extremadura, a la serena estructura de sus manos de hermosura y jazmín, de encinas y de pastores, de belleza artística, para abrirse paso en la competición del alfar.

XUNA BIOGRAFIAx dilatada y plena de premios y distinciones, de exposiciones, de clases en la Universidad autónoma madrileña, de presencia en Fitur, en galerías de arte le fueron imprimiendo prestigio, a golpe de esos manantiales de amor a la tierra que se dejaba en el torno cuando pedaleaba con ritmo en la base y surgían ovejas, toros, vírgenes, campesinos, labradores, belenes con tipología extremeña así como la más amplia gama de la sutileza de su creatividad.

Creatividad que le llevó a las mieles del triunfo con extraordinarias críticas de especialistas en revistas de arte. Rafael Ortega había conseguido elevar, en plena juventud, la alfarería a Arte Mayor. Un arte en el que su desbordante imaginación, su trayectoria y su obra sobresalen, desde su llorada ausencia, entre lágrimas y letras de oro, mientras sus figuras, que salían a miles del horno en una fecundidad excepcional, se expandían por medio mundo.

Bonachón, humano y ameno con todos. Disponía de una forma de ser con un gran sentido del humor, de la competencia y del pundonor profesional. Disfrutaba con su tierra, pegando la hebra con todos, con las jotas populares, con el traje de faena en las cientos de muestras nacionales e internacionales a las que acudía representando a Extremadura.

Un buen día Juan Carlos Rodríguez Ibarra le anima y le invita a abrir un Museo-Taller en Mérida. Rafael Ortega derrama las más bellas y humildes lágrimas de poesía alfarera ante el periodista amigo y no lo duda un segundo. Entonces regresa a la Extremadura que regaba su sangre porque era una deuda moral que habían contraído Manoli , su mujer, su compañera, su propia alma, sus hijos y él mismo con la tierra parda. Ese día el hogar de los Ortega lloró con el sabor de la emoción espiritual del regreso con el paisanaje. Y, como decimos por nuestros pagos, en menos que canta un gallo preparó las maletas de la gloria. Y se marchó a la tierra a la que miramos, con una sana envidia, todos los emigrantes que por aquel entonces nos rajamos el cuerpo entre adioses de pena y desesperanza. Y es que, como decía Rafael Ortega, hombre de una personalidad excepcional, de grandes frases, "Extremadura es mucha Extremadura. Una pasión incontenida, una tierra ilimitada, un amor que se comienza a mamar en los pechos de la madre y del pueblo".

Su mujer y sus hijos compartieron la savia de la unión familiar y el aprendizaje del alfar junto al que se reunían todos para compartir y expandir la raíz sacrosanta de la alfarería. Y se ayudaron tanto, entre sonrisas y figuras, que, paulatinamente, aquel hogar, taller y museo, fue un espíritu que, a buen seguro, continuará funcionando con la saga de quienes supieron dignificar, junto a la inmensidad de la talla humana y artística de Rafael Ortega, una forma de ser, de crear, de trabajar y de defender la inmensidad de la belleza de una profesión, la de la alfarería, que el artista supo elevar a lo más sagrado y emocional en las campas de la sensibilidad personal.

Ahora, con el recuerdo de la profunda amistad que mantuvimos, lleno de anécdotas, solo me queda, lamentablemente, soltar una oración por su alma. Quizá la que él mismo me enseñó:

Oficio noble y bizarro,/ de entre todos el primero,/ Dios hizo al hombre de barro/ y fue el primer alfarero.

Descanse en paz, Rafael Ortega, un exquisito y sublime maestro de la alfarería universal.

*Periodista