XLxos medios de comunicación regionales me piden una semblanza de Juan Pablo II . Lo hago con sumo gusto, aunque sea a vuelapluma y embargado por la pena de estar asistiendo a la lenta agonía de quien me llamó al ministerio episcopal hace poco más de trece años. Soy consciente de que el amor y la gratitud me impiden ser imparcial. ¿Se puede ser imparcial cuando se habla de un padre o de un hermano con quien te unen vínculos espirituales, no menos fuertes que los de la sangre?

Mientras escribo estas líneas tengo delante una de las la fotografía de mi último encuentro con Juan Pablo II, hace poco más de dos meses: Su mirada profunda y atenta, su dedo índice extendido, requiriéndome con amor e interés información sobre la diócesis: la salud espiritual de las familias, el número y ejemplaridad de los sacerdotes y de las comunidades de vida consagrada, la vitalidad del seminario, la acción pastoral con los jóvenes... Juan Pablo II llevaba en el corazón la solicitud por toda la Iglesia y por todas las iglesias.

¿Cómo resumir en unas líneas su curriculum excepcional: su prematura orfandad de madre; su juventud dura y probada en plena guerra mundial; sus relevantes dotes artísticas y deportivas; sus estudios en clandestinidad, coronados luego brillantemente en Roma; sus intensos años de ministerio de joven sacerdote , dedicado a los jóvenes y a los matrimonios, y de brillante profesor universitario; su temprana ordenación episcopal, con sólo 38 años; cardenal a los 48, y Papa, sólo diez años más tarde?

Escribo con el oído pegado a la radio. Comenta el locutor que en la plaza de San Pedro un rabino judío reza por el Papa con su comunidad; que llegan al Vaticano telegramas del patriarca ortodoxo de Moscú, de diversas comunidades islámicas, de líderes políticos de todo el mundo. Juan Pablo II ha sido, sin duda, uno de los grandes protagonistas de la historia actual, "una de las más grandes figuras de la historia, un personaje que ha cambiado la historia del mundo" (Phill Pulella , periodista de la agencia Reuters).

Pero la figura de Juan Pablo ha sido decisiva, sobre todo, para la Iglesia de los siglos XX y XXI. En un contexto cultural en que la verdad se diluye y sólo quedan opiniones, todas igualmente válidas, Juan Pablo II ha mantenido con mano firme la fidelidad a la tradición apostólica, la promoción de la fe y el anuncio del Evangelio. Ha sido un defensor incansable de la libertad y de los derechos humanos. Ha trabajado incansablemente por la paz y ha defendido vigorosamente la vida humana en todas y cada una de las fases de su desarrollo. Como pastor de la Iglesia de Roma ha visitado todas las parroquias de su diócesis; como pastor de la Iglesia universal ha realizado más cien viajes a los cinco continentes, llevando la buena nueva del Evangelio y proclamando la dignidad y los derechos de los pobres. Con humildad exquisita ha reconocido y ha pedido perdón por los pecados de la Iglesia de ayer y de hoy. Ha cautivado, sin halagos, a los jóvenes, mostrándoles un camino exigente e invitándoles a ser centinelas de un mañana mejor.

Recuerdo, como si fuera hoy, mi primer encuentro con el Papa. Fue en una mañana fría del diciembre romano del año 1991. Acompañaba, como vicario, a mi obispo en la visita ad límina. Eran las seis de la mañana y el Papa rezaba ya arrodillado en el reclinatorio de su capilla privada. Me impresionó su profundo recogimiento. Ahí estaba el secreto de su dinamismo, del vigor de sus convicciones, de la ternura de su corazón, de la fortaleza para encarar el sufrimiento y la cruz. El secreto de Juan Pablo II y su mejor legado a la Iglesia ha sido, junto a su rico y abundante magisterio, el testimonio de su hondísima experiencia de Dios.

*Obispo de Coria-Cáceres