Autor teatral

Como un cuento: María Cristina, archiduquesa de Austria, no muy bien parada físicamente, vino a hacer unos esponsales de estado con el rey Alfonso XII. Tal es así --cuentan los historiadores-- que entre el frío de Viena y sus estancias monacales, nunca le gustaran los picaderos y homenajes que se daba su suegra, la augusta Isabel II. Introducido el contexto histórico, la regente parió un hijo en el último esfuerzo del finado rey, para sacar a la luz y al palacio de Orense al heredero, Alfonso XIII. Pues eso, que SM, cuando el Príncipe de Asturias tenia edad de merecer, le preparó una ruta de princesas por todas las cortes europeas. Sigan leyendo, que no soy Jaime Peñafiel. "Rubia como los trigos y a la salida del sol", la afortunada Victoria Eugenia --cargada de ajuares y bendiciones victorianas--, preparó el salto al sol y a la meseta madrileña, amén de corridas de toros. A punto estuvo de darle un síncope, cuando comprendió que Madrid sólo era un canalón de orines desvencijado y pensiones con pulgas como gatos, que no te comían la sangre sino que te chupaban el alma. Madrid villorrio, y el rey dándole cuartelillo a la realeza en los palacios de los besamanos. Como en todo cuento, la moraleja debe de existir: que la capital de España --metáfora de Las Hurdes sin cortesanos--, sólo era el destino de los primeros hippies que buscaban tesoros en la Alhambra, para luego contar tontos cuentos románticos.

Así, el rey, en sus ratos fuera de jugadas de polo, se inventó lo que hoy es una de su más apreciada herencia: paradores. Cuando aquella aristocracia añeja llegó para cazar linajes y boatos, nunca podría suponer lo que muchos años más tarde supondría su protocolario viaje: una red hotelera, que te hace compararte con los mismísimos fantasmas que lo poblaron.

De entre todos los paradores, todos. Palacios, conventos, hospitales, casonas. Pero de entre ellos, por motivos obvios, el Vía de la Plata , de Mérida. Clausura, cárcel, palacio, yo qué sé. Pero sin verlo, lo intuyo agazapado en una fachada, que le hace digno sin aparecer ostentoso. Siempre, desde pequeño, supe que el silencio de sus muros y la gravedad de su recio inmobiliario, serían mi oasis perdido de la búsqueda de una grandeza. Sus fríos irreverentes de verano. Su textura cálida en las pelonas extremeñas, donde habita el susurro, madre desdeñable en una comunidad, en la que hasta el silencio grita. Calixto Barrena --Cali, vecino y calamonteño-- lleva el otro aura, que siempre debe de preservar una tradición: el comedor. Paradores que ayer nacieron para reyes. Yo hablo de todos, pero el de Mérida me alimentó de ínfulas y de amparo: siempre su café me sabe a gloria, en la sobriedad de sus salones.