Algunas mañanas, cuando llevo a los pequeños a la guardería, resoplando sudoroso tras empujar un carro gemelar por una empinada cuesta, experimento fuertes deseos de regresar a la más tierna infancia. Atrás quedó aquel tiempo remoto en el que yo iba a la guardería María Moheda, en las casas baratas de Cáceres, que atendían unas monjas. No recuerdo nada del lugar ni de ellas, más allá de que me enseñaron a leer y escribir y a echar mis primeras cuentas, que no es poco. Doy por hecho, pese a las notables y comprensibles lagunas de memoria, que fue una época muy feliz. La escritora Wendy Dale escribió que «las infancias nunca duran, pero todo el mundo se merece una». En ese aspecto tuve suerte: aunque ciertamente no duró demasiado, disfruté de una infancia feliz, una infancia muy alejada de los fuertes vientos que vendrían luego.

Hoy he visto al menor de mis hijos (dos años) en el patio de la guardería, riendo sentado en el interior de una caja de frutas junto a un compañero de juegos, en una zona sombreada que los protege de las altas temperaturas veraniegas. Para Borges el paraíso era una biblioteca; para mí el paraíso estaba en la estampa de aquella risueña caja de plástico bajo aquellos árboles.

Ya tendrá tiempo señor Mario -así le llamamos pese a su corta edad- de ponerse borgiano y encontrar en los libros ese remanso de paz que nos protege del mundo, esa fuente de sabiduría (o quizá un simple placebo) con el que ahuyentar los fantasmas interiores. Pero por ahora que siga disfrutando, en compañía de su hermano, de una vida plena en la que aún no han asomado más nubarrones que los que se dejan ver en el cielo.

A Chico y a Mario, como a todos, el paso del tiempo les robará la infancia, irrecuperable paraíso perdido. Mientras tanto, ahí están, ilusionados en su pequeñez mientras van creciendo inexorablemente hacia este mundo distópico que hemos fabricado los adultos.