De vez en cuando hay instituciones o colectivos que, de forma más o menos rimbombante, hacen público su pesar y arrepentimiento por los errores que han cometido, sobre todo en épocas pasadas. Recuerdo, por ejemplo, aquel documento vaticano Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado , con el que la institución, muy valientemente, pedía perdón públicamente por sus torpezas pasadas. Con este mea culpa abominaba de errores y horrores históricos tales como las Cruzadas, la Inquisición o la discriminación de las mujeres y, también, del largo capítulo de excomuniones, persecuciones y ajusticiamientos infligidos por razones ideológicas o de salvaguarda del sistema. Bendito sea Dios --y nunca mejor dicho-- pues que al fin habló la Iglesia, Roma locuta , pero esta vez no para sentar cátedra o condenar, sino para mostrar su lado más humano, el del error, y esta vez con toda fraqueza y sin justificaciones.

Ha habido muchas otras declaraciones, aunque no las recuerdo con exactitud, pero creo que hubo una de Alemania pidiendo perdón por los crímenes del nazismo contra los judíos, otras, en Chile y Argentina, de los militares que reconocían las brutalidades de sus dictaduras y muchas más similares. Hay que felicitarse por ello.

Y tras los parabienes y las alegrías, debo plantear dos cuestiones importantes relacionadas con el asunto: la de la sinceridad y la de la utilidad.

Respecto a la primera, mi opinión es que estos pronunciamientos son honrados. Ya sé que algunos dirán que la Iglesia lloraba sus desatinos con lágrimas de cocodrilo, pretendiendo algo así como un lavado de imagen que le proporcionase más clientela; o que el arrepentimiento de los alemanes y el de los militares escondía razones económicas o de oportunismo político. Allá ellos, pero creo que se equivocan.

En cuanto a la utilidad, dado que vivimos en una sociedad tan utilitaria, es cuestión ineludible preguntarse si estas autoinculpaciones públicas sirven para algo. La respuesta es que sí, que sirven, al menos, para tres cosas.

En primer lugar para reafirmar nuestros valores éticos colectivos, pues siempre que cualquier institución denuncie las injusticias propias, aunque pretéritas, supone una reparación moral obligada que a todos nos enriquece, que nos humaniza más si cabe.

En segundo lugar porque este tipo de declaraciones entraña, es obvio, un distanciamiento mental de aquellas injusticias que se denuncian y establece una implícita promesa de no volver a cometerlas.

Y, por último, por el impacto ejemplar que pueda acarrear, por su posible capacidad de arrastre. ¿Se imaginan si cualquiera de nuestras altísimas autoridades, en nombre del Estado español, pidiese perdón a Iberoamérica por las tropelías cometidas en la conquista y colonización de aquellas tierras, y se rescatase la figura de Bartolomé de las Casas como una de las más lúcidas, avanzadas y respetables de nuestro elenco de pensadores? O imagínense estos otros supuestos: que el Parlamento Europeo, en nombre de Europa occidental, pidiese perdón al Tercer Mundo por los funestos resultados de la expansión imperialista desde la conferencia de Berlín a la segunda Guerra Mundial y aun después; o que los partidos comunistas europeos se avergonzasen públicamente por las atrocidades que en nombre de la libertad, la revolución y la emancipación obrera se cometieran en la época de Stalin , en Rusia, en la China maoísta o en la Camboya o del Pol Pot. O, en un ámbito más casero, que la CEOE entonara su particular mea culpa cuantas veces el capital ha explotado al obrero de este país durante los siglos XIX y XX. Y así, imagínense un largo etcétera hasta convertir al mundo en una especie de happening generalizado donde casi todos los que tienen algún tipo de poder o de influencia gritarían sus respectivas disculpas por sus fallos, pasados y presentes, en nombre de los mismos y de sus antecesores. El guirigay universal podría ser tremendo, pero muy hermoso, no lo duden. Sin embargo, qué pocos piden perdón.

¿Y de los actuales dictadores, terroristas, iluminados, seudomesías, fundamentalistas, salvapatrias, salvamundos y demás caterva de indeseables qué? De esos no hay que esperar nada pues se creen en posesión de la verdad absoluta y quienes piensan así, naturalmente, nunca piden perdón. Su coartada mental es muy cómoda: el fin justifica los medios y cuanto más noble (según su apreciación subjetiva) sea el fin, más justificados quedan cualquiera que sean los medios utilizados para alcanzarlos, sean estos la mentira, la coacción, el asesinato, el atentado terrorista o la invasión de un país y su ocupación.

Ahora, cuando parece que, por fin, pudiera conseguirse el final de la violencia engendrada por el terrorismo de ETA ¿se imaginan, igualmente, a sus dirigentes pidiendo perdón por los centenares de vidas que arrebataron en nombre de una más que subjetiva liberación del pueblo vasco? Estoy seguro de que una declaración así ayudaría mucho a conseguir esa paz de la que tanto se habla.

*Catedrático de instituto