WLw a deslumbrante ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín, concebida como un escaparate de la disciplina, respeto por la tradición, empuje económico y desarrollo tecnológico de China, con sus gotas inevitables de exaltación nacional, pero también con muchos momentos de un refinamiento exquisito, fue la ocasión esperada para dejar el debate político a un lado y disfrutar de la máxima expresión del deporte. Todo cuanto cabía subrayar del régimen chino, de su orientación totalitaria y su obstinada conculcación de los derechos humanos, ha quedado dicho. También se ha analizado por activa y por pasiva la oportunidad o no de que el COI concediera los Juegos de este año a la China emergente del milagro económico y los grandes desequilibrios sociales. A partir de ahora, es preferible desviar la atención hacia los más de 10.000 deportistas que compiten y que, con independencia de la ideología de sus anfitriones, han decidido dedicar cuatro años de su juventud a ser los mejores. Es un acto de justicia porque sin ellos no habría espectáculo ni serían los Juegos Olímpicos la manifestación más universal de cuantas imaginarse puedan. Y es también un acto de reconocimiento a los deportistas anónimos --la mayoría--, cuya gloria olímpica se reduce las más de las veces a desfilar en la inauguración y participar en alguna clasificación, pero condicionan su vida a este momento efímero con igual entusiasmo que aquellos que subirán al podio.

La delegación española protagonizó ayer dos ejemplos de este espíritu olímpico. La imagen del ciclista Samuel Sánchez llorando en el podio tras su oro en la carrera en ruta emocionó a millones de españoles. Como también lo hizo, desde otro punto de vista, una atleta anónima, la sablista Araceli Navarro, que vio truncado su sueño olímpico a las primeras de cambio debido a una luxación de hombro. Sus desesperados requerimientos de que le colocaran el hombro nuevamente para seguir compitiendo y sus lágrimas de frustración calaron en lo más hondo de cuantos pudieron ver las imágenes.

Aunque resulta imposible separar la brillantez del espectáculo de los grandes intereses políticos y económicos que hay tras él, al desviar los focos de la tribuna de autoridades a los escenarios deportivos se restablece el sentido original de los Juegos. La demostración hecha por China con la ceremonia inaugural ha dado al país la cuota de prestigio que se busca siempre en este tipo de actos desde que la televisión los ha convertido en un acontecimiento universal, pero sería un pobre legado para futuras citas olímpicas que el resplandor hipnótico de las imágenes del viernes se impusiera a quienes en verdad merecen más atención y que, salvo las grandes estrellas, pocas veces ven reconocido su esfuerzo individualmente. Porque aunque todos los Juegos reúnen ingredientes no deportivos, lo que realmente debe importar en cuanto empiezan las competiciones es quién va más rápido, quién llega más alto y quién es más fuerte en el estadio.