La historia del mundo está plagada de grandes dictadores que aplicaron y aplican su perversidad sobre sus sometidos congéneres; pero la historia de la vida cotidiana en democracia está atestada de pequeños dictadores que imponen su incivismo a sus semejantes, y paradójicamente, la benevolencia de la democracia es en muchas ocasiones el arma de la que se valen para someternos a sus tiranías. Los pequeños dictadores están ahí, acechando, prestos a recordarle que usted es una presa fácil y ellos verdugos diligentes.

No hay nada ni nadie que esté a salvo de estos cafres, igual hacen añicos de una patada el espejo retrovisor de un coche, que guarrean con aerosol la fachada de una vivienda o destrozan unos columpios recién inaugurados. Y lo malo es que las catervas de estos maleantes aumentan en número y en impunidad, y cada vez son más frecuentes sus acometidas.

Para combatirlos, todos abogamos por lo mismo: educación con mayúsculas. Según muchos pedagogos, hay que acariciarles la chepa y repetirles hasta el hartazgo: "Niño, no seas malo, eso no se hace". De poco vale, siguen cometiendo sus tropelías.

Sí, la educación es la mejor terapia, pero llevada a rajatabla, en la que quepan castigos didácticos para que los susodichos castigadores sean conscientes del perjuicio que ocasionan castigando a la sociedad a la que pertenecen. Castigos didácticos como los tantas veces sugeridos y nunca aplicados trabajos para la comunidad . Por ejemplo: ¿qué tal invitarles --con mucho tacto, eso sí, para que no sientan que son transgredidos sus derechos-- a limpiar los fines de semana los grafitis chapuceros que tanto afean la ciudad? Qué bueno sería ver la ciudad aseada gracias a estos usurpadores del derecho de los niños a jugar en los columpios, o del derecho de los adultos a no tener que desembolsar todos los años un pastón desde el erario público para reparar los daños que provocan.

Pero claro, ya saldrían algunos a decir que es incívico aplicar castigos, aún siendo didácticos, a los incívicos.