No quiero que el olvido haga mella en mi memoria, arrancándome tu recuerdo, madre; no quiero que seas en el tiempo un episodio más que llega endeble y se esfuma con rapidez, como cualquier otro recuerdo del pasado; no, de ninguna manera voy a permitir que el tiempo me arrebate las lágrimas por ti, tan espontáneas como verdaderas cada vez que toco aquello visible y espiritual que dejaste en mí, pues a mi alrededor todo son rastros tuyos, hallazgos insustituibles, ya que el espíritu de los que un día amamos jamás muere y queda indeleble a nuestro alrededor y en nosotros mismos. Y ahí están tus palabras apropiadas, tu cálida sonrisa o el detalle más delicado, todo toma cuerpo, se hace casi material, y pronto es una flor o una determinada canción o un poema, porque, en ti misma, siempre fuiste la mejor de las poesías. No, madre, mis lágrimas no son tristes, son pequeñas ofrendas, tiernas dedicatorias, como oraciones nacidas en el alma, pues el olvido sí es triste pero en cambio el recuerdo, el tuyo, se contiene en la esencia de una rosa y perdurará en mí por siempre.