Aún guardo en mi memoria el chiquillo que yo era a los siete años, a últimos de los sesenta, camino de la plaza Mayor de Cáceres para cambiar en sus quioscos mis cromos repes de Vida y color , y mis tebeos revistos y releídos del Capitán Trueno , de El Jabato o Rompetechos . Recuerdo su bandeja rectangular, con su suelo de piedra marmórea, que formaba un mosaico blanco y negro, desde el que se alzaban frondosas acacias y robustas palmeras que proyectaban generosas sombras a los bancos de madera. Recuerdo borrosamente el paso de Franco por aquella plaza ajardinada, abarrotada de cacereños que le vitoreaban --ahora sé que en las exaltaciones había mas ficción que franqueza--. Evoco perfectamente aquella bandeja de la plaza Mayor fragmentada y removida por escavadoras que depositaban sus restos en camiones que se los llevaban para siempre.

Quedó después la plaza diáfana, minimalista, tocada sólo por ocho o diez naranjos menudos que fueron plantados en una de sus esquinas y por decenas de automóviles que la invadieron impunemente y ahogaron su maravillosa expansión. Creo que la primera vez que vi la plaza completamente limpia, desnuda, sin añadidos que perturbaran su dimensión, excepto los humildes naranjos, fue cuando vino a Cáceres el entonces príncipe de España Juan Carlos de Borbón , al que se le vitoreó con más franqueza que al dictador. Y fue cuando me di cuenta de que nuestra plaza Mayor es más bella y renacentista desmaquillada que ataviada con pretenciosos aderezos urbanos.

No puedo evitar traer a este texto esas plazas vacías y enigmáticas, que tanto dicen y tanto callan, pintadas por Georgio de Chirico . Y otras plazas muy bellas, como la plaza Mayor de Salamanca, la Gran Plaza de Bruselas, la Signoria de Florencia, la de San Marcos en Venecia. Plazas mudas y espaciosas, impactantes por ofrecer una extraordinaria sensación de inmensidad, amén de su valor histórico y arquitectónico. Y sobre todo por no mostrar ornamentos vacuos e innecesarios, como ahora ocurre con la de Cáceres.