Apropósito del trágico incendio que durante días devora el centro de Portugal, con pérdida de decenas de vidas humanas y cuantiosos daños materiales y ambientales, cabe reflexionar sobre la cuestión forestal desde Extremadura, pues sus dos provincias son las de mayor extensión de superficie forestal de toda España, con 2.750.000 hectáreas. Lo que se traduce en un total de 600 millones de árboles, según el Inventario Forestal. Lo que significa que a cada extremeño le corresponden 553 árboles (muy por encima de la media mundial).

Además, merece señalarse, que muchas zonas, especialmente en la provincia de Cáceres (Gata, Hurdes, Villuercas, etc) y el nordeste de Badajoz (Siberia) son grandes espacios ocupados por el monocultivo de repoblación forestal, centrado en especies de crecimiento rápido, rotación corta (eucaliptus y pinos, principalmente) y muy pirófitas (hermanadas con el fuego).

Si a todo ello le añadimos que Extremadura, sin litoral marino, está dominada por el clima mediterráneo (veranos secos y muy calurosos), entonces comprobamos que el cóctel está servido.

Concebida la política forestal de forma aislada, con una legislación independiente y sin conexión con otras legislaciones también sectoriales, los errores en su aplicación se vienen evidenciando año tras año en la Península Ibérica.

Durante la década de los 60, del pasado siglo, según datos del ICONA, la superficie quemada anualmente rondaba en toda España una media de 40.000 hectáreas, sin profesionales ni equipamientos sofisticados, como ahora. Hoy día, la superficie supera las 140.000 hectáreas.

Todo ello por haberse centrado las políticas en APAGAR (compra de equipamiento motorizado, hidroaviones, profesionalización de millares de bomberos, etc.) en lugar de PREVENIR (mantenimiento de usos tradicionales del suelo -cultivos y ganado caprino-, limpieza de bosques en invierno-primavera, construcción de cortafuegos, perímetros de protección de cascos urbanos, etc.), y los resultados a la vista están.

Hemos convertido, con una legislación incoherente, la geografía peninsular en territorios de extrema vulnerabilidad por los riesgos que se han asumido en lo institucional (sembrando árboles desaforadamente y sin establecimiento de áreas de abatimiento), por la presión de los mal denominados «ecologistas» y, también, socio-culturalmente (sistema de poblamiento de pequeños municipios sin perímetros de defensa y, a veces, con edificaciones diseminadas en mitad de la floresta, con instalaciones de gas en las puertas de las casas, con accesibilidad deficiente para sortear los incendios...).

A todo lo que cabría añadir que los usos del suelo tradicional, por imperativos económicos o por Proteccionismo Natural injustificado (Zonas ZEPAS, LIC, etc), se han Perdido o Prohibido, ante la falta de una concepción integral del espacio geográfico (sistema poblacional de asentamientos y su dinámica demográfica, red de caminos y carreteras, estructura y tamaño de las propiedades agrarias, modelos de cultivos, biodiversidad, etc).

Hay que enmarcar el problema en una Política Territorial, que defina las estrategias del mundo rural y del monte, desde un enfoque multifuncional. Y en ello las Directrices de Ordenación Territorial de Extremadura, en fase de realización, pueden ser determinantes.

Además, si existe el principio de «quien contamina paga» (regiones ricas industrializadas), por la misma razón «quien conserva cobra» (regiones rurales de baja densidad demográfica), como única forma de mantener estos espacios «ambientales».

Extremadura cumple el papel de «sumidero de CO2» para combatir el «cambio climático», pues tendrá derecho a ser compensada por ese importante función global.