Si digo «Póntelo, pónselo», a todos los que hayáis pasado la línea de los treinta os vendrá a la cabeza ese anuncio que promovía el uso del preservativo. Un profesor de aspecto severo exigía a un grupo de alumnos, sentados en la pista de gimnasia, que levantara la voz aquel que fuera el dueño de un condón encontrado poco antes en los vestuarios del centro. De uno en uno, la mayoría de los alumnos acaba inculpándose al grito de ‘mío’. El spot, realizado en los 90 por los ministerios de Sanidad y de Asuntos Sociales, fue todo un éxito pero también levantó toda una polémica. Y eso no se perdona. ¡Qué necesidad hay de revuelo! Mucho menos si esos escandalizados son parte de nuestra conservadora, y poderosa, ala católica.

Entonces, el escándalo parecía más importante que los numerosos casos de las entonces conocidas como enfermedades de transmisión sexuales (hoy llamadas infecciones), que los embarazos no deseados y que la salud sexual. Porque eso perseguía el anuncio: concienciar sobre la importancia del uso del condón. De lo que se trataba era de sentar unas bases mínimas en la escasa educación sexual que había en ese momento. ¿Y ahora? Un cuarto de siglo después, resulta triste constatar que en esto de la educación sexual, poco hemos avanzado. Creen que los jóvenes de hoy (y los no tan jóvenes) sabrían contestar a: ¿Qué riesgos se asume al tener sexo sin condón? ¿Y con la ‘marcha atrás’? ¿Cómo se produce un embarazo? ¿Las infecciones de transmisión sexual más comunes son? Y para los más avanzados: ¿Qué debo saber para disfrutar plenamente de mi sexualidad?

Me temo que las respuestas nos dejarían anonadados. Pero la educación sexual es un tema demasiado controvertido, es la familia la que debe encargarse, son temas delicados… ¡son niños por Dios!

El sexo sigue siendo tabú. En nombre de la más absurda mojigatería seguimos sin decirles a los jóvenes cómo es su cuerpo, por qué se sienten atraídos por otras personas, qué hacer con ello, lo bueno y placentero que es conocerse y disfrutarse, y lo importante que resulta que sepan todos y cada uno de los riesgos de practicarlo. Tanto ellas como ellos. Por igual. Este es un aspecto esencial: tanto para ellas como para ellos, la responsabilidad es la misma.

No lo hacemos. Preferimos dar una patada adelante al asunto; hay otras cosas más importantes.

La educación sexual debería incluirse ya en la formación reglada de nuestros centros educativos. Por salud, por evolución de la sociedad y, sobre todo, en el nombre de la felicidad de las nuevas generaciones. Porque esos padres y madres que se sonrojan pensando en «sus pequeños» (aunque tengan 17, 18 o 22 años) ante el tema sexual, deberían saber que si no los educamos nosotros, lo harán otros. Y el recurso mayoritario en nuestra época no es muy alentador. Adolescentes y jóvenes sacian su curiosidad en Internet, donde el porno está al alcance de cualquiera. Así es, más de la mitad (el 53,5%) de los adolescentes españoles de entre 14 y 17 años ha visto porno en la red. Lo hacen porque necesitan información. Lo hacen porque nadie les habla de eso. Y lo hacen a espaldas de quienes mejor les podrían ayudar porque han aprendido que de eso no se pregunta, que es un tabú, que avergüenza. Y en el proceso se crean una imagen del sexo artificial que no ayudará a su salud, no digamos ya a su felicidad. Sin mencionar que ese sexo del porno es machista, frívolo y desnaturalizado. Pero, oye, mucho mejor eso que cualquier escándalo.