Las Islas Vestmann, en Islandia, son un recóndito y pequeño archipiélago a poco más de una hora del centro del país, en el que se fraguó el sorprendente éxito de la Islandia futbolera en la Eurocopa que culminó en París en 2016. El coentrenador nacional de aquella selección era un dentista nacido en las Vestmann, que ejercía a tiempo parcial de futbolista, primero, y entrenador, finalmente. Siempre desde el sacrificado «semiamateurismo».

Ese carácter de isleños entre los isleños y la condición de absolutos desconocidos en un mundo de fútbol rendido a la mercadotecnia confirieron a la hazaña de los aguerridos islandeses el relato propio de una leyenda. Y el periodismo europeo, ávido de noticias frescas y sensaciones originales, abrazó con entusiasmo esa narrativa. Al fin y al cabo, partía de una nación de inviernos eternos y poco más de 300.000 mil habitantes.

Meses antes de ese verano glorioso (y en cierta forma, redentor) la isla había vivido su propia turbulencia política, cuando el primer ministro Gunnlaugsson se vio obligado a dimitir de su cargo por la vinculación con los (mal e intencionadamente) llamados «Papeles de Panamá». De nuevo, se consolidaba en la prensa española el relato del «país sin corrupción» y la transmisión de la insana envidia de una sociedad más avanzada donde pocos delinquían y las instituciones se salvaguardaban de impudicias políticas. Todo lo que convenía al relato (por oposición).

Saltemos a un momento (ahora) y a un país (el nuestro) más cercano. Seguimos en medio de operaciones judiciales de corrupción a gran escala, lo cual no obstaculiza que sigan existiendo otros casos que espolean las ganas de indignación. Esta semana, un exalto cargo de empresas públicas en Cantabria, reconocía en sede judicial haberse llevado más de 600 mil euros a sus cuentas particulares.

Aquí no hay tramas ni paraísos fiscales ni siquiera un tímido intento de sofisticación contable: el tipo directamente desvío el dinero por intereses particulares. Su argumento de defensa es esclarecedor y permite leer (mucho) más allá de lo textual: sacó el dinero de los beneficios y lo hizo sin perjudicar ningún proyecto de la empresa ni su desarrollo. Nulla poena sine crimen.

Lo que se interpreta debajo de este caso, y de otros muchos «pequeños» affaires en tantas comunidades, es la instalación, casi institucionalizada, de la impunidad. Como si estuviéramos en un casino, se esparce la sensación de que, no sólo debes jugar, sino que arriesgarse a pasarte es positivo. Cartas marcadas: lo peor que nos puede ocurrir como sociedad.

Los efectos de la corrupción política sobre una economía nacional son diversos y han sido largamente estudiados y documentados. Desincentiva la inversión, tanto interna como externa, supone una barrera de entrada y distorsiona la competencia, así como desplaza la actividad privada por sistemas de elección arbitraria y, lógicamente, incrementa el gasto público.

Sin embargo, existen otro tipo de efectos. Menos directos, no tan visuales en la superficie, pero decididamente más perversos. Que inciden a más largo plazo y que pueden derivar en consecuencias más dañinas.

El primero, es de cajón: la corrupción es el germen de la desconfianza en las instituciones. En España, donde la sociedad civil se ha desarticulado en aras a pivotar sobre un omnisciente poder público, esto es especialmente peligroso. Nos sentimos abandonados, desprotegidos frente a una maquinaria que sentimos bien engrasada… en su condición extractora, no de servicio. Pocas las instancias que escapan del escrutinio, por lo que la sospecha se ha extendido como metástasis por todo el sistema. No hay credibilidad.

El segundo está ligado al primero: la (enorme) preponderancia de lo público. En España hay un déficit ciudadano en comprender qué es un impuesto, cómo funciona un presupuesto público. Por eso hemos llegado a la absoluta perversión del concepto de dinero público. Robar daña menos porque nos parece ajeno. Por eso nos centramos en la vendetta en la corrupción, en vez de una reparación del daño que, en primera instancia, nos sería de mayor utilidad.

Volvamos al principio, a Islandia. Una sociedad avanzada, entendida como una arcadia vikinga donde el corrupto es extirpado del sistema. Que supo «rescatar a las personas y no a la banca» en 2008. Claro, por eso ocho años después más de un escándalo de corrupción hace caer gobiernos y salpica instituciones. No, no es la posibilidad de una isla. Sino la responsabilidad como ciudadanos.

*Abogado. Especialista en finanzas.