Preguntaba con insistencia una profesora de filosofía que tuve por qué estábamos seguros de que al abrir la puerta, al salir a la calle por las mañanas, todo iba a estar en su sitio: las calles, las casas, los colegios, los hospitales. Y acababas cuestionándote el origen de todas esas cosas, pensando en cómo esa calzada, por ejemplo, había sido construida, quién la pagaba, cómo se mantenía. ¿Y el colegio? ¿Y los hospitales? Seguro que ustedes lo saben.

Pues parece que se nos olvida, que ya nadie recuerda cómo podemos permitirnos que al abrir nuestras puertas, esté todo ahí. Para nosotros, para tener una vida mejor. Todos esos derechos, posibilidades, servicios imprescindibles.

Esa desmemoria hace que cualquier debate sobre impuestos suene siempre tan mentiroso e interesado, superficial y miope. Ante cualquier circunstancia, resulta más vendible (y comprable) el argumento de bajarlos lo máximo posible: es por el bien del ciudadano. ¿Ah sí?

Como ven, discrepo. Habría que otorgarle al impuesto el valor que tiene, artífice de lo que España ofrece a cualquier ciudadano cuando, un día cualquiera, abre su puerta. Qué representa en toda una vida. Hagan el ejercicio. Es válido para cualquier persona. Es más, en un acto de generosidad, piensen en ese medio millón de niños pobres que hay en nuestro país o en los 14,7 millones de españoles que están en situación de pobreza.

Porque si cuesta tanto que “se lo quede Hacienda” habría que recordar más su razón de existir: escuelas, seguridad ciudadana, universidades, centros de salud, hospitales, carreteras, calles limpias, buenos profesionales, investigaciones y mucho más.

Los impuestos son un esfuerzo de todos, claro, pero son también nuestra fuente de riqueza. Una riqueza que bien gestionada tiene un potencial indescriptible para un mundo mejor. Pero, insisto: ha de estar bien gestionada. En un país donde la corrupción es protagonista y sale muy barato ejercerla (recuerden esta semana el circense ‘caso Nóos’), resulta sorprendente tanta indignación por tener que aportar y tan poca por tener ladrones gestionando. Nos quitan el dinero pero también lo que con él se construye. España ocupa ya el puesto 41 de los 176 países analizados en el Índice de Percepción de la Corrupción. El peor dato. Estamos por detrás de países como Urugay o Emiratos Árabes. Percibimos el robo, pero lo permitimos.

Tras nuestras puertas, no siempre hubo un mundo como el que ahora tenemos, por mucho que ustedes sientan cada mañana esa falsa seguridad. Y si no sabemos ni valoramos cómo es posible que esté ahí, el riesgo de perderlo se multiplica.

* Periodista