Nueve de cada diez adolescentes admiten haber ejercido algún tipo de violencia sobre sus parejas. La cifra estremece porque no existe resquicio para eludir la responsabilidad. Nueve de cada diez son nuestros hijos, nuestros alumnos, el sobrino, la vecina de al lado, en un país donde se supone que la igualdad viene de serie. En la adolescencia empiezan a formarse los patrones por los que se regirá la vida amorosa de un ser humano. Se idealiza el amor por parte de ellas (la estúpida creencia de que se puede cambiar o redimir al objeto de tus desvelos), y ellos todavía buscan un tipo de mujer que ya no existe. Críos de doce años con móviles de última generación se pasean por nuestras vidas sin instrucciones de uso, creyendo que los celos y los insultos son parte de una relación amorosa. Qué estamos haciendo mal cuando un niño insulta a su novia por la forma en que viste, qué no hemos cambiado si ella acepta. Parece que lo único que ha pasado es que hemos amplificado aún más los problemas gracias a la omnipresencia de las redes sociales. La educación es la única forma de prevenir, aseguran todos los expertos. Como si hiciera falta serlo para saber que mientras aquí andamos preocupados de libros blancos y otras iluminaciones, la casa que hemos empezado por el tejado se desmorona ante nuestros ojos. El Madrid perdió cuatro cero. Hará frío en invierno. Y con esto, llenamos un telediario cada vez más cargado de sucesos violentos, que podrían evitarse con la única obviedad posible: quien bien te quiere no te hará llorar. Así de simple. Lo otro son luces de Navidad, brillantes, previsibles, pero flor de un día.