El próximo viernes asistiré, por primera vez en casi 43 años de vida, a un concierto de un grupo de rap. Si me lo dicen hace unos meses, me hubiese reído a carcajadas, porque nunca me ha interesado un pimiento esa música y en general la cultura hip-hop. Pero casi por casualidad empecé a escucharla y a informarme y allí estaré, en la sala Barroco de Cáceres, disfrutando con dos tipos que se hacen llamar Sons of Aguirre. «A mí hay que temerme / como a Hermann Tersch cuando sale los viernes», cantan. La verdad es que son muy grandes con su rollo irónico-político en el que no dejan títere con cabeza.

El episodio lo tomo como ejemplo de que nada es inamovible en los gustos de uno. No tener la mente abierta para descubrir cosas supone perderse mucho. Es más: hay algo un plus refrescante en ampliar este tipo de horizontes, sobre todo para gente como yo, que somos muy de pensar que todo lo de antes (cultura, deporte, la amistad, la vida en general) era mejor que lo de ahora. La nostalgia nos hace así de idiotas: nos hace deformar el recuerdo. Y no, oiga. Como mínimo, que algo sea anterior en el tiempo no lo hace mejor automáticamente.

Reconozco que estoy algo nervioso, con el miedo tonto de que quizás sea el más viejo en el garito. Ir por primera vez a un concierto es un rito iniciático para cualquier adolescente. En mi caso, vi a los Danza Invisible en 1989 en una plaza de toros y todavía lo recuerdo con un enorme cariño. La música en directo es una de las mejores experiencias que se pueden tener y bien lo sabemos todos.

El de los Sons of Aguirre será como vivir mi primer concierto otra vez. Y espero seguir teniendo muchas más 'primeras veces' en lo que me queda por aquí. Escribió el poeta Caballero Bonald --y luego lo actualizó un rapero como Kase.O-- que «somos el tiempo que nos queda». Pues eso.