De pequeña molaba ir al médico. El anciano doctor de familia tenía una casa enorme en cuya sala de espera solía contemplar un enorme cuadro oscuro de un santo moribundo, encantada de encontrarme a salvo de la remota escena, con la seguridad de que pronto iba a entrar con mi madre en la consulta de un abuelito cariñoso que me examinaría con delicadeza, me mandaría vitaminas y me despediría con un caramelo.

Acudía solo a revisiones, pues el buen samaritano nos visitaba en casa si estábamos enfermos de verdad, evitándonos así pasear gripes o anginas febriles.

Con los años, las consultas se volvieron un trago incómodo, y no solo en trances desagradables como aquel en que el ginecólogo me mandó quitarme toda la ropa «menos los calcetines», sino, sobre todo, por el fastidio que mis achaques, fruto de la herencia o de los años, procuraban. Sin prisa pero sin pausa, los sucesivos análisis se traducían en restricciones cada vez más severas en la dieta y en recomendaciones sabias pero difíciles, como moderar el ritmo de vida, evitar disgustos o no buscar tensiones innecesarias que precisamente suben la tensión.

Anécdotas pintorescas hay como cuando, para renovar el carnet de conducir, el facultativo o lo que fuera, tras examinarme la vista, comentó que esperaba que viera mejor de lo que parecía porque no había dado ni una. Luego, tras preguntarme la tensión que tenía, pasó a extenderme la renovación. Y hay otras incalificables, como la vivida hace poco en una revisión facilitada por mi centro de trabajo, en la que, tras citarme a las 11 sin desayunar y portando mi vasito de orina, la enfermera apareció tarde solo para indicar que se iba a desayunar y que la esperáramos en un congelado vestíbulo. Inconmovible ante mi manifestación angustiada de que yo tampoco había desayunado, desapareció. Y aún no había aparecido un largo rato después cuando, helada, indefensa, hambrienta, ignorada y sin entender que me hubieran citado oficialmente y en mi horario de trabajo a la misma hora que tienen la costumbre de desayunar, me fui. Llámenme impaciente.