A mí, que me desayuno cada mañana con nuevos naufragios en el mar de la vergüenza, con pateras hundidas y barcos imposibles cargados de niños que nunca supieron nadar, con camiones que arrasan a su paso multitudes, con terroristas suicidas, secuestros, violaciones..., que creo en vano haberme blindado contra el dolor ajeno a fuerza de sentir su goteo cada día, siguen conmoviéndome las pequeñas noticias, los breves que dicen mucho más de nosotros que las grandes tragedias.

Todas nuestras miserias laten escondidas en esas negritas en las que nadie repara. Nos llevamos las manos a la cabeza en cada atentado, pero dejamos escapar como agua entre las manos la explicación a nuestra vileza.

Muere un bebé maltratado en Sevilla. Una vida apenas empezada que solo ha conocido golpes y desolación. Dónde están los servicios sociales. A qué se dedican en estos casos.

Dos ancianos pasan meses en urgencias sin ser reclamados por sus familiares. Duermen encerrados en una sala con enfermos psiquiátricos que no les dejan dormir con sus gritos. Tienen hijos, pero nadie que los cuide. Nadie que enjugue sus lágrimas, que les diga que no va a pasar nada, que no llegará la noche llena de horrores y de miedo. Dónde están los servicios sociales, de nuevo. Cómo se puede caer tan bajo.

Encuentran videos de violaciones a bebés en el ordenador de una de tantas personas normales, tan normal, que dirigía la sección de juventud de un partido. Se producen violaciones en grupo que luego se graban en video para mandar a los amigos.

Y a mí, que me desayuno a diario con el horror, empieza a asustarme el mundo en que se criarán mis hijos. Veo a personas cercanas, escucho opiniones de mis vecinos, y comienzo a intuir que la normalidad quizá sea el horror, la falta de solidaridad, la ausencia de empatía. Y que este estado de paz no es más que un paréntesis, un logro que ha costado conseguir y vive amenazado por los mismos que se benefician, por aquellos de nosotros que aún no comprenden que ser humano es vivir con otros semejantes, en igualdad.

Y que el horror late en las negritas, esas que pasamos por alto, y nos estalla en la cara, cuando ya nada de lo que llamamos normal tiene remedio.