Filólogo

Me han robado el teléfono móvil y estoy tan fastidiado como perplejo: a las cuatro de la tarde, mientras tomaba café, me sustrajeron el móvil de la mesa, en una cafetería céntrica. Siento que sea yo quien tire por tierra toda la estrategia policiaca y de seguridad del ministro Mediavilla y por vía de hechos tenga que dejar como mentiroso a un señor, que a pesar de su parsimoniosa y remolcada pronunciación, parece andar, seguramente, lejos de serlo: "Con este código de la seguridad, no va a haber más robo de móviles, más tirones de bolso, más maltratadores". La jodimos; ni una semana ha durado tan halagadora profecía; estoy defraudado, porque a pesar de que dos ministros, ambos con atormentadas vocalizaciones, andan dedicados a la limpieza de las calles y a construir cárceles, los cacos se cuelan en las cafeterías para birlar móviles, y volvemos a estar donde estábamos: en la irreductible inseguridad. Es bien seguro que el caco, en una ciudad tan pequeña, será detenido y pasará en la trena unos seis meses. Puede suceder que el caco lea esta columna, vea las orejas al lobo, se arrepienta y me devuelva el teléfono, con lo cual jodería al ministro su minuto de eficacia en el telediario relatando los móviles y discos del top-manta recuperados e incautado en el día, y tiraría por tierra algo más grave: la posibilidad de que alguien pueda arrepentirse y reinsertarse, algo descartado de oficio.

Lo mejor será, entonces, que no aparezca el dichoso teléfono y se cumpla el código a rajatablas. De esta fábula me duele más el fraude ministerial que el robo del caco y extraído una dura evidencia: la ilimitada capacidad de decir tonterías que tienen a veces los ministros y la ilimitada capacidad de aguante que tenemos los ciudadanos.