Todo gobernante aspira a morir políticamente en la cama, pero la tentación social es devorar líderes. A Zapatero --ya se ha visto en el desfile del Día de la Fiesta Nacional-- muchos ciudadanos ya le tienen ganas. El secretario general del PSOE eligió una refundación tácita del partido en la que no han tenido sitio más que los jóvenes ungidos por él. El nuevo socialismo fagocitó en tan solo media docena de años a cuadros del partido y de la Administración que tenían experiencia de los 13 años de gobierno de Felipe González : directores generales, secretarios de Estado y ministros están situados en la empresa pública y ya solo tienen memoria histórica de cuando fueron importantes en el partido.

Con el viento de popa de la economía y en el estado de gracia que consigue siempre la mixtura de juventud y audacia, Zapatero fue un héroe para sus incondicionales mientras tenía fuegos de artificio y había tareas pendientes en derechos fundamentales; pero el socialismo es algo más que eso: si no mejoran las ratios de distribución equitativa de la renta, lo demás termina por llevárselo el viento. Y hemos tenido un huracán.

Queda un año y medio de agonía en una enfermedad terminal para la que no existe remedio: es el cáncer del poder cuando se pierde el estado de gracia. No hay quimioterapia para Zapatero. Sus barones observan la evolución de la enfermedad y solo Barreda se ha atrevido a mirarle a los ojos para decirle que no tiene curación posible y que debía dejar paso a otro candidato.

Pero el dilema se presenta subrepticiamente en una encrucijada entre salvar al líder o evitar el derrumbe del partido: las dos cosas son ya imposibles. Zapatero ha reivindicado el derecho a la soledad de su decisión de volver a ser candidato. Ahora, corre el peligro de los apestados: que nadie le quiera invitar a su casa. Por propia decisión, tiene que tomarse su cicuta y dejar paso a alguien cuyo crédito le permita mantener la esperanza de que al PSOE no le aguarda la mayor debacle electoral de su historia.