No es fácil escribir estas líneas sabiendo que cuando se lean todo el mundo estará hablando de dos nombres: Susana Díaz y Pedro Sánchez. Pero la dinámica de la edición hace imposible que mientras escribo esto pueda saber el resultado de las primarias del PSOE, aunque lo intuya, mientras que usted, lector, ya lo conoce.

Sin embargo, el tema del que quiero escribir está íntimamente unido a la noticia de hoy, en cuanto que versa sobre nuestra capacidad para responder a uno de los grandes retos de la nueva política: la actualización de la fórmula en la que el equilibrio entre legitimidad democrática y eficacia en la gestión se adapte a la nueva sociedad.

Como describe maravillosamente el joven filósofo belga David Van Reybrouck en su imprescindible obra Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia, cuanta más gente participa en política más eficacia se pierde, y cuanta más eficacia se gana menos gente puede participar. El justo equilibrio entre ambas ideas es el lugar exacto donde la sociedad se estabiliza y perdura. La paradoja de la política actual es que ha perdido legitimidad y eficacia.

No voy a entrar en el fondo del excelente, innovador y estimulante ensayo de Van Reybrouck, pero sí dejaré claro que el proceso de primarias que terminó ayer en el PSOE ha enfrentado dos proyectos que confrontaban esos dos mismos conceptos. Como escribí aquí la semana pasada y siempre que hablo de la crisis interna del PSOE, lo fascinante del traumático proceso que está viviendo el socialismo español, desde hace años, es que sintetiza en su interior casi todos los problemas que definen la disfuncionalidad democrática en las sociedades occidentales.

Solo desde el cinismo político se puede negar la viveza con que se han desarrollado las primarias en el PSOE, con elevadas dosis de pasión militante, con un alto grado de participación en todas las fases del proceso y con transparencia en torno a los distintos modelos que se han defendido. Un buen ejemplo de la gran contradicción del mundo político contemporáneo: el entusiasmo por la democracia que proviene de la frustración con la democracia. Una paradoja que nos sitúa ante el gran reto de la política del siglo XXI, que no es otro que actualizar el sistema democrático para, nada más y nada menos, impedir su desaparición.

Hoy ya sabemos si en el PSOE ha ganado un modelo más participativo o un modelo más oligárquico, es decir, un modelo más o menos legitimado, más o menos eficiente. La nueva política pasa por redefinir muchas de las cuestiones que se asocian a la relación entre representantes y representados, que, como en tantas otras ocasiones, han entrado en virulenta pugna en el corazón del socialismo español: la forma en que se eligen los cargos públicos, el nivel de complicidad entre ciudadanía y dirigentes, la permeabilidad de las instituciones respecto a la voluntad popular o el papel de las nuevas tecnologías —inherente a la cultura de los más jóvenes— en la forma de pensar y ejercer la participación política.

En definitiva, lo que la sociedad contemporánea se está jugando en este punto de la historia, es si inicia un fuerte proceso innovador que impulse la evolución de la política hacia un estadio desconocido, o si se repliega con miedo hacia una involución que incremente la cada vez más amplia brecha entre la ciudadanía y la política que dice representarla. No es un reto banal. Es un reto que determinará un cambio de ciclo histórico, y que tiene en el resultado de las primarias socialistas de ayer uno de sus hitos fundamentales en nuestro país.

No es exagerado decir que este es el gran desafío de la política del siglo XXI: hacer evolucionar la democracia para salvarla aunque ello suponga asumir cambios incómodos al principio, o bien dejar que se anquilose en una decadencia imparable que nos dirija hacia modelos autoritarios tan inquietantes como los escenarios electorales contemporáneos de Francia o Estados Unidos, impensables hasta hace muy poco.

Habiendo superado ayer uno de los grandes hitos españoles de este incipiente ciclo histórico, y teniendo por delante artículos donde podremos abundar en matices complementarios, quisiera terminar con una frase de Jean-Jacques Rousseau que toma prestada Van Reybrouck al comienzo de su libro y que, contextualizada en el siglo XVIII, bien podría referirse a nuestras sociedades contemporáneas: «El pueblo inglés piensa que es libre y se engaña: lo es solamente durante la elección de los miembros del Parlamento: tan pronto como estos son elegidos, vuelve a ser esclavo, no es nada».