Año tras año, aunque queramos evitarlo, agosto que parecía interminable acaba desembocando en septiembre.

Sucede de un día para otro, por más que nos empeñemos en no querer darnos cuenta. Anochece más temprano, y la oscuridad cae como una losa sobre ríos y piscinas. Las tardes dejan de ser eternas, y las siestas ya no son refugio sino solo descanso.

Seguimos en verano, sí, pero nada es igual. Hasta las mañanas huelen distinto, como preludio de un otoño que tardará aún en llegar. Pronto empezará a picar el sol, a congelarse el agua, y a secarse la piel que ofrecimos en sacrificio al dios de los excesos.

A pesar de tantas señales, nos empecinamos en continuar como si tal cosa, en no recoger la bolsa de playa, los libros que empezamos, la ropa de tirantes que ahora carece de sentido.

La vida se despereza con crujidos, como si le dolieran las articulaciones después de un largo sueño. También se queja la tierra que cruje con las hojas deseando la lluvia. Pero no existe alivio ni bálsamo contra septiembre.

Vuelve la realidad que ha permanecido agazapada para saltar sobre nosotros a la vuelta.

Vuelve el cansinismo del telediario, las caras de algunos políticos, las guerras que no cesan, el tren que no nos llega, el terrorismo que sigue golpeando mientras los de siempre se enzarzan en peleas de patio de colegio.

Aún quedan algunos retazos, un olor, las moras, el veranillo de los membrillos, un agitarse en la duermevela recordando el verano.

Luego habrá que reincorporarse del todo, comprar algún fascículo de lo que sea, apuntarse al gimnasio, empezar a correr, emprender cualquier propósito sin futuro.

Mientras tanto, pobres, seguiremos apoyándonos en las rutinas.

Todo nos parecerá igual, pero ya nada es lo mismo.