Los seres humanos tenemos cierta tendencia a darnos más importancia de la que, realmente, poseemos. Con el paso de los milenios, nos hemos ido convirtiendo en dueños y señores del planeta. Y, a pesar de las curas de humildad que, de cuando en cuando, nos dispensa la naturaleza, seguimos demasiado ensoberbecidos como para darnos cuenta de que, si bien somos los seres más inteligentes que habitan la Tierra, ello no nos concede el papel de propietarios exclusivos, ni nos da un derecho supremo sobre todo lo que habita o brota en ella.

Hubo una época en que tomábamos de la naturaleza aquello que necesitábamos. Ella nos ofrecía su inmensa riqueza, y nosotros la cuidábamos con mimo, y aprovechábamos sus recursos para mejorar, paulatinamente, nuestra calidad de vida. Pero eso quedó muy atrás. Porque, con el transcurso del tiempo, pasamos a transformarnos en una especie profundamente egoísta que no solo toma lo que necesita, sino que esquilma por el puro vicio de hacerlo.

Hay incontables ejemplos de ello. Y eso que, en infinidad de ocasiones, los casos no llegan a ver la luz pública. Porque, quienes verdaderamente constatan la mayoría de esas terribles realidades, son los que aún viven, directamente, de la tierra, los que la trabajan y dependen de su buen estado para subsistir y conquistar mayores cotas de bienestar, esto es, los agricultores y ganaderos. Ellos son, sin duda, quienes más se preocupan de que nuestros ecosistemas no sufran, ni desaparezcan, como consecuencia del ansia enfermiza del ser humano. Pero a ellos, por desgracia, no se les presta tanta atención como a algunos ecologistas de pitiminí.

Está claro, pues, que, como apuntaban el comediógrafo Plauto --primero-- y el filósofo Hobbes --después--, los propios seres humanos nos hemos convertido en unos feroces lobos para con nuestros semejantes, esto es, en los peores enemigos posibles para nosotros mismos. Porque eso, y no otra cosa, demuestra nuestro afán desmedido por agotar los recursos naturales. Porque, con nuestra inconsciencia, les estamos hurtando el futuro a unas generaciones venideras que no van a tener más remedio que buscar un hogar en la infinidad del cosmos, después de que nuestro planeta quede consumido en unos pocos cientos de años.

Estamos a tiempo de repensarlo todo, y de poner medios para que determinadas situaciones reviertan. Sin radicalismos, pero con cordura. Y poniendo oídos al latir de una tierra que comienza a resquebrajarse por una incipiente sequía, que amenaza con convertirse en crónica.